sábado, 19 de noviembre de 2005

Francis Bacon, la voluptuosa violencia


“Entre el nacimiento y la muerte siempre ha existido lo mismo, la violencia de la vida”, diría en una ocasión Francis Bacon (1909-1992), el pintor que plasmaría en sus cuadros esa violencia, los temores de su siglo y las tragedias de su vida.

Su existencia transcurrió atravesada por las guerras religiosas y de independencia de su Irlanda natal, y las dos guerras mundiales; entre la fiesta orgiástica del Berlín de finales de los años ’20 y la posterior orgía de sangre desatada por los nazis.

Y sus pinturas son un grito desesperado -como el grito de la niñera herida del filme El acorazado Potemkin de Einsenstein, o el de la madre a la cual le arrebatan a su hijo en el cuadro La matanza de los inocentes de Poussin, que tanto influirían en su obra-, de la desolación y la soledad del hombre contemporáneo.

Sobre el amor y la guerra

“Creo que los artistas están más próximos a su infancia que otra gente. Permanecen más fieles a estas primeras sensaciones. Otras personas cambian por completo, pero los artistas tienden a conservar el modo de ser que tuvieron desde el principio”. La infancia de Bacon estuvo signada por el desamor de sus padres, Anthony Bacon, un capitán de Infantería, y Christina Winifred, heredera de una fábrica de siderurgia en Irlanda.

También por el asma, las mudanzas entre Inglaterra e Irlanda y las imágenes agresivas: desde los cinco años vivió en una Londres devastada por la guerra, los bombardeos y los cuerpos calcinados entre los hierros de los zepelines. Por las noches, el oscurecimiento de la ciudad era un momento de manifestación del terror cotidiano y del peligro latente. Un domingo sangriento de noviembre de 1920, durante la anarquía que precedió a la independencia de Irlanda, una banda de pistoleros del Sinn Fein asesinó en Dublín a catorce agentes británicos en sus domicilios, mientras estaban durmiendo o desayunando, en el lugar de nacimiento del pequeño Bacon. La misma calle vería colgado en una ventana -a punto de huir- y frente a los ojos de su esposa embarazada, el cuerpo acribillado de otro general británico, y el de un tercero que había perdido una pierna en la Gran Guerra. Éstas imágenes de carnicería, de rostros monstruosos emer-giendo de la oscuridad, y de cuerpos ensangrentados y colgando como reses, serían recurrentes en sus pinturas.

También perdurarían en su memoria sus primeras experiencias sexuales con los mozos de cuadra y los empleados de establo de la granja de su padre, quienes lo poseían con brutalidad y a latigazos, preanunciando sus gustos sadomasoquistas, cuando él era apenas un apuesto adolescente de diminutas proporciones y menos de dieciséis años (según un amigo de Bacon, el padre solía contemplar estas palizas). “Hasta donde yo recuerdo, solía perseguir a los mozos de cuadra de casa.

Simplemente me gustaba estar cerca de ellos”. Estos recuerdos se manifestarían en la violenta voluptuosidad de sus pinturas -Dos figuras, Tres estudios de figuras en una cama-, expresada en el erotismo de los cuerpos en lucha -muchas veces inspiradas en las de fotografías de luchadores de Eadweard Muybridge-, en la representación de la cópula como un amasijo de carnes pleno de pasión. La conciencia de vivir en permanente peligro -como en el Londres de la Primera Guerra o la Irlanda acechada por los francotiradores en los bosques y las bombas ocultas-, se vería reflejada también en esas parejas de figuras yacentes y entrelazadas, cazador y presa en inmortal combate. En sus pinturas de madurez, estas figuras que hacen el amor se verían siempre vigiladas por un voyeur, que si bien podía provocar una mayor excitación sexual, también podría representar -como los francotiradores ocultos- el deseo de destruir. La vida, los momentos de éxtasis y felicidad, se encuentran para Bacon en estado de constante amenaza.

Francis fue expulsado de su hogar a la edad de dieciséis años. Su tiránico padre -un ser al que llegó a desear, amar y odiar alternativamente-, jamás había soportado su afeminamiento, su costumbre de vestirse de chica en público y su asma, a la que consideraba como “una falta de carácter”. Según parece, adoraba a un hermano menor de Francis, que murió a los cuatro años. Y su furia estalló el día en que encontró al adolescente probándose la ropa interior de su madre.

Berlin era una fiesta

Después de su expulsión del hogar paterno, Francis sobrevivió dos años en Londres, trasladándose de una pensión a otra, escabulléndose a menudo sin pagar a la patrona, muy frecuentemente prostituyéndose, convirtiéndose en una especie de gitano sexual urbano. Fue entonces cuando, a principios de 1927, quizás a pedido de su padre, se encontró con un pariente lejano, dispuesto a “reformarlo”. Este personaje, de vida disipada y una notable afición por los jovencitos, lejos de los planes del padre, se convertiría en amante y mecenas de Francis, y lo llevaría en uno de sus viajes a la meca homosexual de la época.

El Berlín de la República de Weimar, al que Bacon arribó a los dieciocho años, fue descripta por poetas y escritores ingleses como Stephen Spender, Wynstan Auden y Christopher Isherwood (autor de la obra Adios a Berlín, en la que se inspiraría la película Cabaret). La verdadera especialidad de la ciudad era la permisividad sexual y la libertad y franqueza con que se trataba la homosexualidad. Eran característicos también los clubes y cabarets de homosexuales, masculinos y femeninos, y los muchachos rubios y espléndidos, de clase obrera, al alcance de la mano.

Fue la ciudad en donde estuvo a punto de ser abolido -merced a la campaña del doctor Hirschfield- el párrafo 175 del Código Penal alemán, que castigaba los actos homosexuales, aunque luego el nazismo habría de echar por tierra todos estos esfuerzos e internaría a los homosexuales en campos de concentración. Bacon sería también testigo, a finales de los años veinte, del ambiente artístico de Montmartre, y de los numerosos bares y clubes, los baños turcos, las travestis y las fiestas de carnaval, que si bien no se festejaban de forma tan agresiva como en Berlín, formaban parte del paisaje urbano de París, como la contracara de una verdad que la hipócrita sociedad burguesa obligaba a ocultar.

Después de su “entrenamiento” en Berlín y París, Bacon regresó a Londres en 1928, y se vio convertido en un joven diseñador de muebles y decorador de interiores. Al amparo del pintor Roy de Maistre, que casi lo doblaba en edad y que quizás fuera su amante, se introdujo en un círculo de artistas, entre los que se contaban Patrick White. Por esos años, un millonario maduro, Eric Hall, dejaría mujer e hijos para proteger y amar a ese apuesto joven de cabellos rojizos, ojos azules, y pleno de un buen humor y optimismo que lo hacía seguir adelante por instinto ganador, con la seguridad de que los dioses estaban de su lado.

Fuertemente impresionado por el surrealismo, y por Buñuel y Picasso, Bacon comenzó en la década del ’30 a pintar su serie de crucifixiones. Figuras fantasmales con brazos extendidos, barrotes a manera de jaulas, furias como las que se liberaron tras la larga guerra entre Atenas y Esparta y gritos, conforman la primera etapa de sus cuadros entre la década del ’30 y mediados del ’45.

Con sus crucifixiones, pudo tan pronto expresar su angustia personal frente al rechazo de su padre y a los horrores de la guerra, como las púas de crueldad y los arcos de alambre de los campos de concentración nazi, y los muertos de Belsen, que parecían figuras bajadas de sus cruces. Influido por las borrosas fotografías y noticiarios de la guerra, plasmaría en el lienzo todo el terror del holocausto en cuerpos distorsionados e inflamados, y más tarde, muy interesado en las fotografías de Hitler y Mussolini y del Papa Pío XII, en dictadores vociferantes y papas en sus tronos, inclinándose para dar gritos inhumanos. Los paralelos, entonces, entre los cabecillas nazis y otros tiranos, en pleno discurso, se hacían obvios. Para finales de los años ’50, Francis Bacon se había convertido ya en el cronista plástico de a violencia de su época.

La agonia y el extasis

Bacon siempre gustó de la “mala” vida. Pero este placer no sólo lo había llevado a una relación sadomasoquista y destructiva con Peter Lacy, un pianista alcohólico de un bar sórdido de Tánger, por quien rompió parte de sus cuadros, sino también al Pigalle de París, a clubes del Soho y del East End de Londres, lugares donde todos aquellos que fueran gánsters, prostitutas y homosexuales, se juntaban como en una cita obligada.

Durante la década del ’60, los gritos de los dictadores y los papas y de las figuras anónimas atrapadas en rejas y cruces, dejarían lugar a retratos de personas vivas e identificables: Lucian Freud, Isabel Rawsthorne, Henrietta Moraes, y su gran obsesión por el resto de su vida, George Dyer. Bacon se dedicaría a pintar a los amigos y a los amantes de su vida. Los había observado a todos en distintas situaciones y estaba permanentemente fascinado por sus expresiones cambiantes de acuerdo a la luz, estados de ánimo, espejos o fotografías.

A George Dyer lo conoció en un pub del Soho. De unos treinta años por entonces, era de estatura media y constitución musculosa y atlética, y en contraste con su naturaleza vulnerable y atormentada tenía el aspecto de un boxeador. Había nacido en el East End y procedía de una familia de rateros. Había vivido en reformatorios y cárceles. “Cuando lo conocí, George había pasado más tiempo dentro de la prisión que fuera”, solía bromear Bacon. “Creo que, en cierto modo, es demasiado agradable para ser ladrón. En todo caso, siempre lo cazan”. Desde el antiguo y educado mentor Eric Hall, Bacon volvía a sus orígenes, a los mozos de establo de su adolescencia, al joven delincuente del East End.

George se convirtió en el modelo principal de Bacon, del mismo modo que en su compañero de cama, y las representaciones lujuriosas y evasivas que Bacon haría de aquel hombre dominarían su obra, hasta después del trágico final de la relación. Tres estudios de George Dyer (sobre fondo claro) (1964), se centran en la mirada intensa de Dyer, la poderosa mandíbula y el copete de sus cabellos.

El Retrato de George Dyer en bicicleta (1966), es alegre y voluptuoso, y la fuerza de su pedaleo refleja las eróticas curvas de la pantorrilla y el trasero. A medida que la relación amorosa se tornaba más dramática, violenta y desesperante -merced al alcoholismo de Dyer y su dependencia económica y emocional-, las manchas de pintura blanca de sus nalgas, que en la primeras pinturas podían sugerir el semen procedente de una eyaculación, se volverían negruzcas o adquirirían el color de la sangre y de la bilis, los fondos se oscurecerían y el rostro y el cuerpo se distorsionarían cada vez más, haciéndose más vulnerable.

Los amorosos trazos con los que Bacon pintaba a su amante, anticipaban -al igual que había ocurrido con Peter Lacy- el trágico momento final. George Dyer moriría en 1971, en unos lavabos de Paris, sangrando por la boca y la nariz, víctima de una ingestión de pastillas y alcohol, y en la misma postura que el hombre de Tres figuras en una habitación (1964).

El remordimiento y la pena de Bacon por el suicidio de George se plasmaría en decenas de pinturas tendientes a exorcizar su fantasma y a inmortalizar el cuerpo de su amado. “Por supuesto, no pasa ni una hora sin que piense en George”, admitiría en el verano de 1972, la misma época del melodramático y apasionado Tríptico En memoria de George Dyer, en donde la muerte avanzaba sobre el torso musculoso de Dyer. Copulación y muerte, como dos utilizaciones voluptuosas del cuarto de baño, aparecen también en Tres estudios de espalda de hombre y Estudio del cuerpo humano. Uno de los trípticos más dolorosos y patéticos es el de Mayo-Junio 1973, en donde Bacon reproduce con dramática objetividad, sobre fondos púrpura y negro, las circunstancias del suicidio de su amigo.

Desde mediados de los ’70 hasta principios de los ’80, Bacon pintaría muchos autorretratos en donde se reflejaría su expresión de dolorosa melancolía y soledad, el triste duelo y sensación de pérdida que experimentaba por la muerte de su amante. “He estado pintando gran cantidad de autorretratos debido a que a mi alrededor ha ido muriendo la gente como moscas y me he quedado sin nadie a quien pintar, más que yo”. Desde 1984, una tierna relación con John Edwards se vio plasmada en nuevos Trípticos. Francis Bacon murió en 1992, en Madrid, donde había ido a visitar a su último amor, un banquero español.

Bacon fue el testigo ocular de la violencia de su época y pudo transmitirla a través de sus imágenes. Sus figuras inquietantes y monstruosas, sus cuerpos deformados, los rostros contorsionados de sus amigos, no hicieron más que reflejar la revulsión por los horrores de las guerras y la violencia de la vida. Tuvo también la grandeza de convertir su dolor personal en amargura universal.

Su convencimiento del absurdo de la vida no constituyó para él un obstáculo para ser feliz; muy por el contrario, lo ayudó a superar los peores desastres y los grandes triunfos de su vida, que muchas veces convergían. Sus exposiciones más importantes en la Galería Tate de Londres y el Grand Palais de París, coincidieron con las muertes de sus amantes Lacy y Dyer, respectivamente. “No creo en nada, pero siempre me alegra despertarme por las mañanas. No me deprime. Nunca estoy deprimido. Mi sistema nervioso rebosa optimismo. Sé que es una locura, porque es un optimismo sobre nada. Creo que la vida no tiene sentido y sin embargo me excita. Siempre creo que está a punto de ocurrir algo maravilloso”.

Leandro Gastón

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