sábado, 19 de noviembre de 2005

Evita


En su novela Santa Evita (1997), Tomas Eloy Martínez refiere, a propósito de la adoración que los escritores gays sienten hacia la figura de Eva Perón: “Quienes mejor han entendido la yunta histórica de amor y muerte son los homosexuales. Todos se imaginan fornicando locamente con Evita. La chupan, la resucitan, la entierran, se la entierran, la idolatran. Son Ella, Ella hasta la extenuación”. La reciente traducción al castellano de la pieza teatral Eva Perón de Copi (1939-1987), parece confirmar la hipótesis de Eloy Martínez. Un breve análisis de la obra de Copi, entrecruzados con algunas poesías y cuentos de Néstor Perlongher y otras obras literarias en torno a Eva, quizás nos permita desentrañar un aspecto del mito.

La gran diva argentina

Eva Perón, de Raúl Natalio Damonte Taborda (Copi), fue estrenada el 2 de marzo de 1970 en el teatro L’Epée de Bois, en París, y el personaje de Evita era interpretado por un actor, Facundo Bo. A mediados de ese mismo mes, explotó una bomba en el teatro, fueron golpeados los actores y se destrozaron los decorados. Mientras Copi recibía cartas de amenazas de muerte desde Buenos Aires, varios integrantes de su familia tuvieron que exiliarse de la Argentina.

¿Qué había desatado tanto escándalo? La obra Eva Perón cuenta las últimas horas de Evita en su lecho de enferma, junto a unos pocos personajes: su madre, que le reclama insistentemente los números de las cajas de seguridad en Suiza; un Perón aquejado de migrañas y ausente, un secretario privado (Ibiza) y una enfermera.

En la pieza teatral, Eva asegura que su cáncer es fabricado, y a la vez un complot organizado por Ibiza para que ella viva inmortal en el corazón de su pueblo y corone su carrera de actriz, como un ardid de Perón para quitarla del medio y ampliar su poder político. “Quedémonos juntos”, le dice Eva a Ibiza, “Perón está por envenenarme. Puro veneno en las inyecciones. ¡Cobarde! Déjenme. ¡Y vos sos su cómplice! ¡Eso resultó mi cáncer! ¡Siempre supe que era eso!

Quisieron operarme por mi cáncer de matriz, por mi cáncer de garganta, por mi cáncer de pelo, por mi cáncer de cerebro, por mi cáncer de culo! ¡Porque yo me cago en su gobierno de pelotudos! ¡Cuando me muera me va a pasear en los desfiles! ¡Cobarde! ¡Va a gobernar sobre mi cadáver!...”. Eva es obligada a abandonar el poder político porque había llegado demasiado lejos, más allá de los límites impuestos por el peronismo, los militares, el poder económico y Perón, y el cáncer es la excusa y la única alternativa posible. La muerte es organizada por el Estado y se instituye como razón de Estado, acaso caracterizando el rol del Estado en la Argentina.

En una escena fundamental de la obra, Eva acusa a Ibiza y a Perón: “Ustedes me dejaron caer sola hasta el fondo de mi cáncer. Son unos turros. Me volví loca y estaba sola... Me volví loca, loca, como aquella vez en que hice entregar un auto de carrera a cada puta y ustedes me lo permitieron. Loca. Y ni vos ni él me dijeron que parara. Hasta mi muerte debí hacerla completamente sola. Sola. Cuando iba a las villas miseria y distribuía fajos de billetes y dejaba todo, mis joyas y mi auto, y hasta mi vestido, y me volvía como una loca, desnuda, en taxi mostrando el culo por la ventanilla, me lo permitieron. Como si ya estuviera muerta, como si yo no fuese más que el recuerdo de una muerta”.

El destino de Eva Perón, como el de Copi y el de muchos homosexuales, con toda su carga de marginalidad y soledad, parecen confundirse en esta descripción piadosa y patética del derrumbe.

Si Evita viviera...

Por cierto que no se puede obviar el contexto cultural, histórico y político en el que Copi estrena su obra. Por un lado, la obra se conecta con otras obras literarias como el cuento El simulacro (1960) de Borges, o El examen (1950) de Cortázar.

En el primero, largas colas desfilan ante una caja de cartón para adorar una muñeca de cabello rubio, previo pago de dos pesos en una alcancía. En la novela de Cortázar, una multitud converge en Plaza de Mayo con el fin de ver un hueso exhibido en la pirámide.

En ambos, la muerte aparece como instrumentación política. Por otro lado, en 1965, Rodolfo Walsh había escrito el relato Esa mujer, donde un periodista y escritor -el mismo Walsh- busca el cadáver de una mujer a la que jamás se nombra, y dialoga con un coronel que la ha escondido. Viéndolo retrospectivamente, Walsh busca el cuerpo de Eva en un juego de espejos, Walsh busca el cuerpo desaparecido presagiando el destino de su propio cuerpo y el de los desaparecidos.

Walsh es un hombre de la izquierda que va en busca del cuerpo secuestrado de Evita. Sin duda, la apropiación de la figura y el símbolo de Evita sería especialmente rentable para la izquierda peronista, dadas las connotaciones simbólicas y la carga emotiva del personaje. Esa mujer trabajaba sin descanso, hasta altas horas de la noche, en una Fundación que se dedicaba a ayudar a los pobres, repartiendo desde viviendas y dinero hasta frazadas.

Para el momento en que Walsh y Copi escribían sus líneas, el fantasma de Evita recorría el espectro político argentino. El cadáver había sido secuestrado el 23 de septiembre de 1955, y en 1970 los montoneros secuestraban y asesinaban a Aramburu, y prometían dar cristiana sepultura a sus restos “cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita”.

En la obra de Copi, Evita sobrevivía y se elevaba, quizás por encima de Perón. Simbólicamente estaba preparada para volver y tomar el poder, como lo reclamaban los jóvenes de la izquierda peronista. “Evita está más viva que nunca”, después del crimen y la sustitución final de su cuerpo por el de la enfermera.

La simulación en la lucha por la vida

En la obra de teatro, Eva simula -o cree simular- su cáncer y su muerte. Solo lamenta no poder asistir a sus funerales. Eso convierte a toda su vida en una actuación (en ese sentido también es significativo que el rol lo interprete un trasvestido). Copi bucea entonces un aspecto fundamental para comprender el fenómeno de Eva y del peronismo: la representación artística.

Es que, como señala Horacio González, “una de las claves para entender el peronismo es el folletín popular, ese modo narrativo que postula una suma de gestos muy condensados y patéticos, enhebrándolos con las figuras canónicas de la pobreza, el abandono, la caída, la venganza, la redención. La historia que cuenta el folletín es una historia de sentimientos puros, congelados, moldeados en altares colectivos, de una intensidad de matices”. Por ello, no se entiende Evita, su lenguaje, su oratoria, sin su pasado en el radioteatro y la cinematografía argentina. “No se entiende, por añadidura, el peronismo, sin hacerlo un contemporáneo sensible de los lenguajes que animaban la radiofonía de los años cuarenta [...]”.

Si bien la carrera artística de Eva Perón comienza en el teatro, la radio y la cinematografía, continúa en la vida real con el romance entre el coronel y la actriz considerada poco menos que puta, y luego en el papel de Primera Dama con sus aigrettes, pieles, costosísimas joyas y los modelos exclusivos que la convertían en la María Antonieta de los humildes.

El melodrama concluye con los abrazos desgarrados de su agonía reproducidos hasta el cansancio en las fotografías de la época y encuentra su cenit en sus espectaculares y fastuosos funerales, que nos recuerdan algún film del neorrealismo italiano, con las caras llorosas de los pobres bajo la lluvia.

Quizás por ello, otro autor argentino, Néstor Perlongher, insiste en sus poemas El cadáver (1980) o El cadáver de la Nación (1989), en la belleza y en la impecabilidad del cadáver, en los múltiples cuidados, en la prolijidad del rodete del cadáver de Eva, en la hebilla de su pelo, en las joyas, en el maquillaje para disimular las manchas cancerosas, en las orquídeas, en el esmalte Revlon de sus uñas, en la depilación del bozo, en los ceremoniales que preceden y siguen a su embalsamamiento, en las alquimias del embalsamador doctor Ara -que Perlongher enumera minuciosamente en sus poesías luego de leer el cuaderno de anotaciones del taxidermista-, en el laboratorio donde se sustituye “su sangre cancerosa por horchata de orquídeas amazónicas y brujerías incorporadas al hechizo de los pómulos aunque ella desee sonreír desde lo alto donde se ve yacer en el estuche como una joya en jade...” .

El cadáver debe estar preparado. Las cámaras de televisión de canal 7 están encendidas. Las imágenes de su sepelio son unas de las primeras que transmite la televisión argentina. “Aranda hágame los rulos con la delicadeza de una onda cetrina nívea en su rubor amar el illo el bigudí sujéteme con un papelito disimulado en la tintura de la entretela para erguir el mamotreto del rodete hasta una altura suficiente para espantar las engrupidas junto a mi lecho que no digan que se me bajó el copete siquiera yerta hágalo digno Aranda hágame los rulos”.

Sin duda Perlongher ama a Evita como a una diva, pero solo se atreve a tocarla y adorarla cuando ella ha muerto.

En Evita vive (1975), cuento considerado maldito dentro de la literatura argentina, Perlongher consuma el proceso de beatificación y divificación. Evita vuelve desde el cielo y ya no es la Evita de Perón que proclamaba “Soy fanática y entregaba una frazada” o “repartía máquinas de coser como quien arma barricadas contra aristocracias obtusas”. Es la Evita diva del lumpenproletariado y de los bajos fondos, reventada, con olor a muerta y con las manchas de cáncer en la piel.

Es la Evita resucitada que como a Jesús pocos reconocen, que regala lotes de marihuana a los pobres “para que los humildes andaran superbien, y nadie se comiera una pálida más”, que tiene la cabeza con el rodete deshecho entre las piernas de un negro, que la chupa mejor que nadie, que se deja manosear y sobar y manosea, fornica y es fornicada y chupa a los marginados, a los negros, a los maricas (las “queridas” a quienes promete un Paraíso de negros, rubios, marineros y bellos muchachos), a la barbarie, y a todos los que hablan el mismo lenguaje que ella: el de la humillación.

La morocha de ojos negros que había viajado de Junín a Buenos Aires, con un brazo adelante y otro atrás, había cumplido su sueño de actriz y otros más. Sólo le faltaba beatificarse. En la Eva Perón de Copi, tal vez decide ella misma su destino de santa y elige inmolarse en el cáncer. Perón y el pueblo que la adora continuarían el trabajo. “Su imagen será reproducida hasta el infinito”, dice Perón en la obra de teatro, “en pinturas y estatuas, para que su recuerdo permanezca vivo, en cada escuela, en cada rincón de trabajo, en cada hogar”.

La desaparición del cuerpo como arma política

La grandeza de la obra de Copi es que parece asimilar, apropiarse y reinterpretar diversos símbolos y elementos a partir de los cuales se ha construido el mito de Evita: la radio y el cine, la cabellera rubia, el rodete, las joyas y los sombreros, las máquinas de coser, las frazadas, la demagogia y el autoritarismo, las armas compradas al príncipe de Holanda para armar a la clase trabajadora, la simulación y el trasvestismo (Martínez Estrada y Borges dirían que Eva era un macho), el cáncer, los funerales como espectáculo melodramático, el esmalte Revlon de las uñas del cadáver, la necesidad de derramar la propia sangre para entrar en la historia argentina, la instrumentación política de la muerte, el maquillaje, el auténtico dolor de miles de humildes que sintieron que sus vidas no volverían a ser las mismas con la ausencia de Ella.

Quizás como el cuerpo de Facundo encerraba el secreto de un crimen y de la Argentina del siglo XIX, el cuerpo de Eva es la sombra terrible que nos devela el país del siglo XX.

El mito de Evita, tal como lo plantea Copi, puede ser el ícono del destino de los cuerpos de los que en nuestro país luchan para que las cosas no continúen siendo como son. No podemos dejar de señalar, además, que Eva fue la primera desaparecida célebre, que su madre Juana moriría en 1971 sin saber el destino de su hija.

El cuerpo de Eva Perón, como el de miles de desaparecidos, encontró su destino final en un traslado realizado por oficiales militares, bajo la orden de una dictadura militar.

En el cementerio más aristocrático de Buenos Aires, a ocho metros de profundidad y cuidada por rejas antibombas, perdida en su laberinto, sin monumentos ni pomposidades, los pobres no pueden encontrarla tal como otras madres valerosas no pueden encontrar los cuerpos de sus hijos.

Leandro Gastón

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