domingo, 18 de diciembre de 2005

Truman Capote


Una de las fotografías más célebres del recientemente fallecido Cartier-Bresson es el retrato que le tomó a un jovencísimo Truman Capote en 1947. El escritor posa sentado en una banca y rodeado de unas plantas de hojas inmensas, dignas de figurar en una selva de Rousseau.

Tiene la apariencia de un chiquillo guapo y menudo, viste una sencilla camiseta blanca, lleva el cabello desordenado y mira a la cámara algo ceñudo, con una expresión desafiante que pretende ocultar su timidez.
Es un retrato notable que contrasta con las imágenes del autor norteamericano en su madurez, en las que aparece con el rostro hinchado por el alcohol, las ojeras características de un insomne y unos ojos nublados por una mezcla de cansancio y hastío. Eso sí, viste como un dandy, y con frecuencia lleva un fino sombrero de fieltro o un vistoso pañuelo de seda que acentúan su aire extravagante.

En realidad, a Truman Capote la fama le llegó demasiado pronto. Apenas tenía 23 años cuando terminó Otras voces, otros ámbitos (1948), una novela que deslumbró por su atmósfera inquietante y una riqueza imaginativa poco usual, lo que le valió un inmediato reconocimiento crítico.

El escritor ya había irrumpido en la escena literaria desde los 17 años, con relatos que fueron acogidos por prestigiosas revistas como Atlantic Monthly, Harper's y The New Yorker. Su precocidad revelaba un talento extraordinario, más aún tratándose de alguien que ni siquiera había concluido la secundaria. Nacido en Nueva Orleáns en 1924, su temprano interés por la lectura lo había impulsado a pergeñar sus primeras historias a los ocho años.

Ciertamente había vivido una infancia poco corriente. Su padre se apellidaba Persons y era viajante de comercio. Su madre era una beldad sureña -había sido Miss Alabama- que se había casado a los dieciséis y que se había divorciado al cabo de un par de años. Truman pasó su niñez y adolescencia con unos parientes en un apartado rincón del hondo Sur. Cuando su madre volvió a casarse, fue adoptado por el nuevo esposo, un hombre de negocios cubano de apellido Capote.

Como suele ocurrir con los talentos precoces, el autor norteamericano tuvo una carrera fulgurante cuya llama fue languideciendo a medida que se hacía adulto. Publicó una recopilación de cuentos titulada Un árbol de la noche (1949) y una segunda novela, El arpa de hierba (1951), libros a los que siguió un conjunto que reunía una novela corta y tres historias, Desayuno con diamantes (1958), que mereció una aclamada versión cinematográfica con Audrey Hepburn en el rol protagónico. Sin embargo, pese a sus éxitos, lo cierto es que Capote tenía cada vez más dificultades para escribir. Y, aun cuando hizo adaptaciones teatrales, guiones de cine (como el de La burla del diablo para John Huston) y reportajes, era evidente que había menguado su capacidad para concebir ficciones. Más tarde explicaría que cuando se empieza a escribir uno ignora que se ha encadenado "a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene por finalidad la autoflagelación. Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo".

Capote entró en un periodo de silencio que hizo pensar a los críticos que se había agotado. Nadie sospechaba que, después de ocho años, entregaría a la imprenta un libro que se convertiría en un hito en la literatura norteamericana.

En efecto, con A sangre fría (1966) su obra dio un vuelco, pues rompió con los cánones e inauguró una nueva vertiente narrativa. Capote cimentó las bases del género que se ha denominado 'no ficción' o 'novela verídica'. Apeló a técnicas novelescas para reconstruir un misterioso crimen perpetrado en un lugar aislado de Kansas en 1959.

La diferencia con una novela ortodoxa estribaba en que ninguno de los hechos narrados había sido inventado: todo era real y correspondía a la meticulosa investigación que Capote había realizado, la cual incluía entrevistas con los asesinos recluidos en prisión. "Desde hacía muchos años -reveló el escritor-, me sentía atraído por el periodismo como una forma de arte en sí mismo. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía".

A sangre fría supuso un esfuerzo mayúsculo que parecía insuperable. Desde entonces, Capote entró en una fase de crisis personal que ya no lograría remontar.

A partir de 1972 se embarcó en otro ambicioso proyecto, una variante de la novela verídica que tituló Plegarias escuchadas. Publicó algunos capítulos en revistas, pero las críticas que recibió le causaron un profundo desaliento y un bloqueo creativo. Su dipsomanía y drogadicción hicieron el resto y lo precipitaron en una profunda depresión. Sin embargo, cuatro años antes de morir, se dio maña para escribir un libro excepcional, Música para camaleones (1980).

En este volumen intenso, escrito con la delicadeza de un orfebre, la ficción y el periodismo se dan la mano en una curiosa síntesis que corrobora que Capote era un auténtico estilista. Son piezas magistrales en las que el autor retrata a personajes que ha conocido -su perfil de Marilyn Monroe es memorable- y se autorretrata sin concesiones: descubre su condición homosexual y habla de sus vicios y debilidades con una franqueza sobrecogedora. Ahora que han pasado dos décadas desde su muerte, no hay duda de que sus mejores obras mantienen esa frescura y profundidad que sólo asoman en el verdadero arte.

Guillermo Niño de Guzmán
Tomado de "El Dominical",del diario "El Comercio"
www.deambiente.com

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