domingo, 1 de febrero de 2009

Soy Sandra


Aunque alguna vez juró que no cantaría en castellano ninguna canción escrita en inglés, desde que tradujo con su voz poderosa “Soy lo que soy” habilitó el himno más caro a la comunidad queer local. En los ochenta hizo el coming out más estrepitoso del que se tenga memoria junto a Celeste Carballo. Después se llamó a silencio, pero cuando canta sus clásicos el amor fluye sin necesidad de aclaraciones. Es Sandra Mihanovich, la chamana.

Martes, misa. Misa como corresponde, en día de brujas y de frente a una chamana vestida de blanco. Una de pelo suelto y voz poderosa, capaz de encontrar en sus fieles la caja de resonancia perfecta de un mensaje emotivo y cifrado en guiños tan cómplices como abiertos a la interpretación personal. Los martes —quedan dos, por lo menos— Sandra Mihanovich oficia su ceremonia de temas clásicos y entonces es posible seguir las canciones como a piedritas dejadas en el camino para poder desandarlo en busca de una juventud intacta, un amor verdadero, una declaración después silenciada; historia argentina, en definitiva, historia de la vida privada que los martes en el Maipo es comunión.

Algo hace Sandra que convoca a la manifestación del amor. Esta misa es para quien tenga cerca una boca en la que perderse aunque los recuerdos que se disparan desde el escenario remeden otros besos. Una boca que besa bien pueden ser todos los besos. Pero como boca que besa no canta, Sandra de eso no habla, ni habló, ni hablará. Es cierto que pudieron adivinarse sus labios perdidos en los de Celeste Carballo en la tapa de ese disco mítico que fue Mujer contra Mujer. Un exabrupto propio de años convulsionados, del fin de una década, la de los ‘80, que pedía, al menos, actitud. Y cualquiera que haya sido adolescente entonces sabe que esa actitud que las chicas tuvieron fue más desafiante que cualquier otra tomada por las estrellas fugaces del rock. ¿Cómo describir lo que significó esa patada al closet sin apelar al propio recuerdo? Vamos, un poco de memoria, cualquiera puede hacerlo y después rendirse frente a la evidencia: la tapa de ese disco fue un hito y no sólo para las lesbianas. También para las que ni siquiera soñaban con que ser lesbiana era posible, para las que fantaseaban, para las que fantaseaban pero se esforzaban por tener novio, para los gays de provincia, para los de la ciudad, para los que estaban solos, para quienes no alcanzaban a leer entre líneas en las letras de Virus o en la actitud drag de Freddy Mercuri. Las chicas pusieron el cuerpo y la memoria emocional de haber visto el afiche por primera vez alcanza para saber por qué acá, en noche de martes, hay una misa en curso. Una misa amorosa que sobreentiende lo que no se diga y también lo que se dice en murmullos.

Porque murmullos hay, muchos, antes de que el show empiece. Se escuchan nombres como contraseñas: María Elena Walsh, María Leal, Rita Cortese, Susana Rinaldi, Leda Valladares. Ninguna certeza sobre por qué se las nombra, las conversaciones no se escuchan completas, pero la cronista anota lo que oye. Y entre lo que oye también está Mónica. Mónica, de Mónicaycésar, la madre de la chamana, la señora bien de opinión recatada y jopo al costado que según la hija es marca de fábrica de su herencia genética. Mónica está ahí, en el centro de la platea, ubicada sin aspavientos hasta que la hija la delata mientras enseña cómo a pesar de los oficios de su peluquero Rolo —a quien agradece— el jopo se acomoda, digno pelo de la hija de su madre. El ambiente familiar es propio de la ceremonia, un artificio que Sandra trabaja a conciencia aunque su familia sea siempre la de origen y los perros con los que convive. “Mis chichos”, dice ella en su página web, en el apartado llamado “Mensajes de Sandra”. Allí ella se comunica igual que lo hace desde el escenario: hablándole a gente que la quiere, que la sigue, que la escucha aunque cante con ella. En sus mensajes, Sandra cuenta que sus “chichos” corren felices por el nuevo parque, que las empanadas que pidió por teléfono eran ricas aunque no conocía este delivery de provincia, que va a extrañar al almacenero de su antiguo barrio, a su carnicera, a las plantas que dejó en la casa donde fue tan feliz durante ocho años hasta que tuvo que mudarse. Lo hace con el encabezado “yendo a lo personal”, después contar en clave íntima las noticias sobre su vida profesional y de mechar, de tanto en tanto, algún comentario sobre la inseguridad. Es mamá, ha contado ella, la que le enseñó a interesarse por “la política”. Y también, se lo ha dicho en un reportaje a la cronista, la que le enseñó a callar lo que a nadie le importa.

¿Y a quién le importa lo que ella haga? ¿A quién le importa lo que ella diga? A las chicas y los chicos —así los llama ella desde el escenario “sin importar la edad”— que se abrazan y se besan con una emoción propia de quien decide caminar dentro del túnel del tiempo hacia la ingenuidad de los primeros amores les basta con el cancionero. Es cierto que probablemente hayan leído en su página de su amor por “Boquita”, de su placer por seguir los campeonatos de primera aunque esté muy lejos de casa, y que tal vez, sólo tal vez, lean en esa pasión un guiño aunque cualquiera sabe que el gusto por el fútbol no indica más que eso. Puestas a leer guiños, cualquier cosa podría serlo: la musculosa que luce al final del show como promesa cumplida de un strip tease, la luz que cae blanca sobre su cabeza cuando canta a Eladia Blázquez, el trajecito también blanco del principio, el no declarar más familia que la de origen salvo por sus perros... ¿haber convertido en uno de los hits más importantes de su carrera el tema que antes había inmortalizado Gloria Gaynor, “I am what I am”? O “Soy lo que soy”, según Sandra, el himno con que año tras año termina y explota la marcha del orgullo gay, lésbico, trans y etc. Sí, lo va a cantar. Y también va a explicar por qué lo canta: “Porque hace muchos años descubrí lo bueno que es ser lo que uno es”. ¿Qué, Sandra, qué? “Lo que se les cante el culo ¿me explico?”.

Y así llegará el final, con ese me explico que puede desilusionar un tanto a quien no le alcance la memoria emotiva para recordar que esta chica de 50 fue alguna vez una cheta que cantaba en inglés y sólo en inglés, que llenó el estadio Obras ella solita cuando recién amanecía la democracia y cualquier cosa era rock nacional, que giró por todo el país con Celeste Carballo a sabiendas que todos y todas sabían y justamente por eso. Que es la hija de su madre, a la que tanto le debe y de la que tanto aprendió. Pero esos que podrían de-silusionarse no están en misa. La misa es para quienes gritan con alma y vida que la aman, que está más linda que nunca, que no necesita decir nada más porque la mística del entre nos licua las palabras. Y porque su sola presencia habilita también esos besos lésbicos que aquí, en noche de brujas, por una vez son mayoría.

Marta Dillon
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