domingo, 1 de febrero de 2009

El coleccionista de escenas argentinas


Sociólogo, escritor, pero por sobre todas las cosas amante del cine, Adrián Melo es el editor responsable del libro Otras historias de amor. Gays, lesbianas y travestis en el cine argentino. Obsesivo de la belleza masculina, el hombre se hace cargo de que una mirada gay existe y de que ésta es capaz de encontrar oro en el barro más ambiguo.

La palabra amor también aparece en otro título tuyo (El amor de los muchachos. Homosexualidad y literatura) ¿De dónde y adónde va tanto amor?

–La palabra amor en los dos libros no está referida específicamente a las relaciones homosexuales. O no solamente. Con los dos trabajos quise dejar expuestos dos amores míos: la literatura y el cine. Lo que me gusta de Otras historias es que a través de cada artículo escrito por autores bien diversos se confirma esa capacidad del cine de producir pasiones, liberar sentimientos y deseos. El cine es para mí un espacio donde las personas descubren sus gustos, sus ideales de belleza y otras cosas. Y en estas imágenes de las viejas películas del cine argentino, muy de soslayo, hay toda una visión de las sexualidades diferentes, que el libro trata de recuperar y poner en evidencia.

¿Qué director, qué película te despertó ese amor?

–Mi amor enloquecido y obsesivo empieza sin dudas con las películas de Carlos Hugo Christensen. Todo es lúgubre, todo es claroscuro, no hay muchas alegrías… Te diría que la única alegría te la puede dar esa escena en la que Mirtha Legrand, en La pequeña señora de Pérez, sueña con unos efebos danzantes; o cuando Carlos Cores y Olga Zubarri juegan semidesnudos en El ángel desnudo.

¿Y entonces?

–La incomprensión, el desencuentro, el deseo prohibido, todo esta allí como latente y a punto de ser dicho en clave de melodrama o policial. En Safo con Mecha Ortiz, en El ángel desnudo… No se puede decir que sean historias sobre la homosexualidad, pero sí que se puede hallar ahí un compendio de las imágenes, prejuicios y posturas morales de todo el siglo XX frente a la homosexualidad masculina. Y no se dice ni se ve nada, todo hay que buscarlo. A mí me encantaba ese comienzo típico de él, por ejemplo, donde se ve apenas una puerta entreabierta.

Las décadas del ’40 y del ’50 parecen desconocer por completo alguna relación que no sea la pareja ideal o la pareja infiel. ¿Qué se puede rescatar de allí?

–Mucho. Christensen y Saslavski me parecen mucho más interesantes que otros que vinieron después porque a mí por lo menos, me resulta más inquietante cuando las cosas no se dicen, o porque no se pueden decir o porque ni siquiera se pueden pensar. Prefiero la ambigüedad que resulta, es cierto, de un contexto horriblemente represivo, antes que decir absolutamente todo como pasa en Plata quemada. Porque paradójicamente, estas películas proponen relaciones entre identidades no tan definidas, los lazos no son claramente clasificables. Aparecen muchas relaciones amistosas, que uno no sabe muy bien qué son, los límites no se llegaban a traspasar, pero tampoco se puede ver dónde empiezan, dónde terminan. Y te aclaro que en la vida real soy igual, y no sólo en las relaciones con hombres. Me atraen, me interesan las mujeres que no lo dicen todo. La gente que por alguna razón no puede terminar de definirse, de expresar algo, me resulta atractivo lo que se descubre entre líneas.

El silencio y el recuerdo suelen hacer mejores a las películas también…

–Mirá, te digo esto solo. Hace poco me fui a comprar una película de Christensen justamente por la escena de la puerta que te digo. Y cuando la empiezo a ver, la escena del principio no estaba. No te voy a decir que la soñé, pero que la sacaron sí, y no se por qué, pero no estaba. ¡Justo esa escena!

¿Podrías afirmar, al menos en tu caso, que existe un modo gay de mirar cine?

–Puedo afirmar que esa cosa que algunos poseen y que se llama “duda”, yo nunca la tuve. Lo que siempre tuve es una cosa muy obsesiva por la belleza masculina. Casi un alquimista, un coleccionista que siempre está buscando la pieza que supera y completa a la anterior. Quiero decir que siempre he ido a buscar cuerpos hermosos al mirar una película. Y que entonces yo he visto películas no tan buenas en clave de esta belleza.

¿Hay algún género predilecto donde vas a buscar?

–¡No! Yo he buscado bellos cuerpos en Titanes en el Ring, he descubierto actores secundarios en series norteamericanas. En el cine nacional, te nombraría a Los isleros, una película intrascendente donde aparece un hombre bañándose que me impactó, sobre todo porque no había mucha cultura de mostrar torsos

desnudos. Para mí esa escena es una irrupción en lo que no se muestra, una sorpresa grata.

En tu libro se hace una revalorización de Pocholo, el personaje gay de Tres berretines (1933), una especie de precursor del estereotipo del marica gracioso. ¿Por qué te parece que vale esa reivindicación?

–No es un artículo mío, pero yo acuerdo completamente en que está bueno el tema de la visibilidad por más que apareciera a través de un personaje después trillado y burlado. Porque de todas formas era un personaje simpático, en el que la gente podía encontrar elementos positivos y aceptar. Quizás se aceptaba desde un lado lateral, es cierto, pero también pienso que este tipo de personaje, esta gente, con su comicidad ayudaban a alegrar la vida de la gente y eso es un valor, me parece bien.

El problema es que luego se hizo una costumbre…

–Sí, de todos modos la pregunta que yo me hago es por qué en el cine y en la televisión también primó esta imagen de comedia mientras que en la literatura prevaleció la figura del homosexual trágico, al punto que la idea de final feliz en una historia de amor surge no por exigencia del guión sino por exigencia de un autor o un director que la hace a conciencia. Pensemos que era 1971 cuando Forster escribe a propósito un final feliz para su novela Maurice.

¿Y en el cine argentino?

–Bueno, aquí se cumplió con esa exigencia en Adiós Roberto, donde el director entendió que debía darle un final feliz. Aunque cuando la pasaron por Canal 11 se lo borraron. Pero eso es un detalle, es otra historia.

¿No hay ninguna película que detestes o que te revele?

–Bueno, sí, las de Fernando Ayala me resultan tremendas por su homofobia impresionante. Recuerdo ahora por ejemplo el afiche de la película sobre los hermanos Schoklender, Pasajeros de una pesadilla, donde ponían algo así como “¿Puede la homosexualidad del padre influir en la conducta de su hijo?” o algo por el estilo. Ha habido, sí, películas en las que el homosexual era criminalizado, era un degenerado, mucha mala leche.

¿Y las películas de Olmedo y Porcel?

–Bueno, ahí te tengo que decir que me pasa algo similar a lo del personaje de La insoportable levedad del ser, que miraba las fotos de Hitler y le hacían recordar a momentos de su infancia. Quiero decir, están muy ligadas a una epoca de estar sentado en casa mirando películas o yendo al cine, para mí todo esto esta relacionado con el placer de mirar y con una niñez formada así.

¿Cómo se te ocurrió la idea de hacer este libro?

–Primero, porque no hay nada escrito. Y hay mucho por escribir. Hablando con amigos que luego participaron con sus artículos, como Diego Trerotola o Alejandro Modarelli, acordamos en esto y en darle forma. Luego empezaron a llegar artículos muy buenos de gente interesada en el tema. Pero en segundo lugar, y principal, porque además del placer de mirar y de recordar escenas de películas, lo que más me gusta es contarlas.

Muchas se las cuento a mi mamá. Bueno, muchas cosas uno las hace por su mamá, para que se sienta orgullosa. Como escribir un libro.

¿Tu mamá te inició en el cine?

–Bueno, es mutuo. Al principio ella me llevaba, luego le he llevado yo.

¿Y lograste que se sienta orgullosa?

–Por supuesto. Y a pesar de.

Liliana Viola
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