miércoles, 12 de noviembre de 2008

Sorpresas


“¿Y por tener qué comer delante de una perra no hay descuento…?”. Ésa fue la frase con la que una mujer sentada en la mesa de enfrente de mí atacó a la moza en La Baranda, un restorán en Martínez donde voy a comer a menudo. La perra en cuestión era Mono, mi caniche toy. El caniche toy irrita mucho a la gente, es común escuchar –sobre todo a los hombres– que odian esos perritos de mierda y que les gustan los perros grandes y que lo primero que tienen ganas de hacer cuando ven un caniche toy es pegarle una patada y que no aguantan a los perros chiquititos y que les gustan los perros grandes y que los chiquititos no sirven para nada y que son histéricos y que los grandes cuidan la casa y son más inteligentes y más tranquilos.

Un día tuve un problema eléctrico en mi casa, entonces llamé a un electricista. No me gusta meterme con la luz, le tengo pánico. Llegó Javier, el electricista. Un hombre de unos cuarenta y pico, claramente heterosexual, hosco, corto. Le expliqué el problema que había en casa. Durante la explicación se mantenía seco y asentía con la cabeza. Sabía lo que estaba pasando… yo, Peña, figura incómoda, lo ponía incómodo. Sé lo que despierto en la gente, hasta en vos que estás leyendo… sé que me odiás, que me tenés envidia, que me amás, que me admirás, y que pensás que soy un tarado. A Javier le estaba pasando lo mismo. Cuando esto sucede prefiero ser práctico. Ya estoy acostumbrado al lastre conveniente e inconveniente de la fama. Entonces me aclaro y me digo: “Él es un trabajador. Me sirve. Le sirvo. Le pago. Cobra…”. Terminé la explicación, fui claro, tun tun tun, y casi sacándomelo de encima empecé a subir las escaleras de mi casa… “¡Uuuuuuuuyyyyyy no lo puedo creer tenes un caniche toy!”, me dijo. No podía creer lo que estaba viendo. Ese hombre tan heterosexual, tan hosco, tan seco, tan asustado de Peña se había convertido en una señora melosa, tierna... en un nene.

Bastó con verla a Mono para que no parara de hablar. Habló casi una hora. Habló de cómo había odiado a los caniches toy. Habló de cómo se había enfermado. Habló de cómo habia tenido que estar durante casi un año postrado. Habló de cómo en ese año un caniche toy no se bajaba de su cama. El caniche toy de su mujer. No de él. Habló de cómo él no sabía qué hacer para sacarlo de su cama. Habló de cómo lograba sacarlo de su cama y también habló de cómo el caniche toy volvía por su cuenta. Habló hasta por las tapas. Habló tratando de explicarse, tratando de explicarse la parábola, la paradoja, la paradoja de cómo había podido ser que un hombre tan machazo, tan recio, tan hosco, tan electricista y tan en contra de los caniches toy había sucumbido; se había entregado. Seguía hablando; yo, mudo; él se explicaba y se explicaba la burla, la sorpresa, lo que nunca había visto venir: yo mudo, él feliz explicando. Y seguía, y no había quién lo parara. De repente sonó su celular, su celular que sonó y que lo paró, ring, lo atendió, volvió a la realidad. Habló, habló, cortó.

Acarició a Mono casi con vergüenza, casi disculpándose. “Bueno, ¿entonces qué es lo que había que hacer?”, me preguntó componiéndose sin ganas. Le expliqué lo que había que hacer y lo hizo… y volvió… y volvió... y volvió a hacer lo que había que hacer, haciéndose el electricista, muriendo por Mono… componiéndose… descomponiéndose… aceptándome… tragándome… por Mono… por él… por su enfermedad… por estar sano… por un caniche toy que lo desarmó, que lo volteó, que lo tumbó, que lo desmoronó, que lo salvó.

Nunca entendí a Picasso. Nunca me interesó Picasso. Me acerqué a Picasso, lo entendí y lo empecé a disfrutar después de leer su biografía. Después de saber de él. Después de entrar en su vida. Después de compartirlo y comprenderlo.

Sólo después de eso, porque antes Picasso era Picasso: un pintor, un cubo cubista, un objeto casi molesto, casi un sustantivo, casi una cosa, una cosa que nunca hubiera llegado a ser si no me hubiera acercado como Javier al perrito y como la vieja a su queja.

Fernando Peña
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