sábado, 10 de octubre de 2009

El señor de las máscaras


A 60 años de la publicación de Confesiones de una máscara, el escritor japonés Yukio Mishima sigue causando esa incomodidad que produce lo ambiguo allí donde aparece, pero sobre todo en la sociedad japonesa. La obra que desenmascara su propia homosexualidad en el contexto de una sociedad machista también pone en evidencia su fascinación por la belleza y por la muerte.

Escándalo de la ambigüedad

A comienzos del siglo XXI, la obra de Mishima sigue escenificando, como pocas, el intríngulis moderno nipón: dos almas, oriental y norteamericana, reunidas en equilibrio impermanente. Mishima certifica la contigüidad del agua y el aceite, condenados a compartir recipiente sin conseguir alearse, ni alejarse. El gesto vital de Mishima repite uno típico de Japón: labrar su identidad apoyándose en principios culturales antitéticos: tradición y modernidad; perennidad de lo natural y fugacidad del artificio tecnológico. Como devolución, y sin que nadie lo deseara o premeditara, la cultura japonesa se condensa en la vida sintomática del escritor Kimitake Hiraoka (conocido por Yukio Mishima): lentitud y aceleración; Eros y Tánatos; y en su caso, hétero y homosexualidad.

Mishima hizo que afloraran antiguas fantasías de millones de compatriotas suyos. ¿Por qué, entonces, cosechó tanto rechazo? Es que todo eso Yukio quiso hacerlo explícito, público, querible en/por sus contradicciones y, como si fuera poco, argamasa de una estética nueva, mestiza. Al punto de ser tomado como provocador, como perverso. Mishima dio carta de ciudadanía a algo genuinamente japonés: la ambigüedad como sentimiento básico (y trágico) de la vida, aplicable no sólo a la sexualidad sino a los demás tramos de experiencia: religión, modo de vida, afiliaciones políticas y estéticas, arraigo en el terruño. Ahora bien, la ambigüedad suele llevar al equívoco y eso no deja de avergonzar a los nipones. Han buscado soterrarla, silenciarla, bajo capas y siglos de convencionalismos, eufemismos, falsos argumentos y erudición vana. A base de sigilo, esta sociedad elude el sufrimiento de enfrentar algo que sabe propio, pero cuyo fondo no entiende: finge que su sistema cultural cierra, incluso mientras vuela hecho pedazos; argumenta claridad, incluso cuando imperan los velos y las sombras. Mishima fue quien destapó en la posguerra la caja de Pandora de las ambigüedades de su patria. Las hizo explícitas, aunque sin buscar resolverlas, ya que para él no había nada que resolver (sólo bastante que asumir). La reacción de muchos lectores ha sido, sigue siendo, escandalizarse por la completa libertad de expresión de quien igualmente consideran representante conspicuo, eso sí trasmutado de a poco (quizá por su descaro) en antihéroe nipón por excelencia. Mishima y el arte de Mishima funcionan como conciencia turbia de la sociedad nipona, y hasta como una pesadilla de la que pocos aceptan hoy hacerse cargo. En 2009 se celebran sesenta años de la publicación de Confesiones de una máscara. ¡Que lo recuerden si quieren en el extranjero!, parecieran decir con su actitud. Porque en Japón la gente ni se entera.

Construcción social de la diversidad

Es dramático imaginar a un niño criado entre (y contra) dos mujeres poderosas que se lo disputan abiertamente. La madre, Shizue, acabaría siendo lectora y paño de lágrimas del escritor hasta el último día. Sin embargo, recién empezó a ejercer su rol cuando su hijo cumplió doce años. Natsu, suegra de Shizue, compartía el condominio ejerciendo poder sobre la prole (moraba con su nieto en un pabellón anexo). El chico fue el preferido de una abuela egoísta e histérica, es cierto, pero culta como pocos. Cuando el niño retornó a casa de sus padres, llevaba años afianzando, de mano de la abuela, el modelo que lo caracterizaría: frecuentación del teatro kabuki y noh, lectura asidua de clásicos chinos y nipones, así como escritura diaria, lo que en Japón significa arte caligráfico y a la vez confección de poemas. Al fin, Shizue sucedió a Natsu. Por determinismo biológico, claro. Pero también porque aceptó para su hijo la rica herencia de la odiada suegra, instilada en la obra del escritor en ciernes. Así, fueron dos las mujeres de la vida de Hiraoka. Las demás, hija y esposa, no alcanzarían tanta preeminencia.

Atrapado entre dos mujeres, el niño no dejó de ser un solitario (veía poco a sus hermanos). Además se crió como una niña. Cuenta Shizue: Natsu “pensaba que los niños eran compañeros de juego peligrosos; las únicas amistades que le permitía eran tres niñas mayores”. En éste y otros temas, las disputas entre madre y abuela eran tan terribles que el jovencito tuvo que aprender a desdoblarse por completo. Muñecas, casitas y origami bajo la filosa mirada de Natsu; coches, trenes o escopetas con su hermano. Y en su infancia recluida en un cuarto, tiempos muertos delante del gramófono escuchando enka (canción tradicional femenina) y urdiendo (lo cuenta en Confesiones de una máscara) escenarios familiares destinados a ahorrar sufrimientos a su madre (desgraciada en maternidad y matrimonio) y a su abuela (desquiciada por múltiples achaques). Inútiles intentos bipolares en el mismo soporte carnal, frágil y ya muy remecido.

Fue tomando forma un jovencito fuera de lo común. Fascinante por su precoz inteligencia y su hiperproductividad artística: entre los 12 y 13 años, publicó sus primeros poemas y relatos; a los 15, fundó Cuadros Rojos, diario literario de Gakushu-in (la Escuela de Nobles) y ya era miembro de la junta editorial de la Escuela del Abedul Blanco, club literario con cien años de historia; a los 19 , era un autor editado y sin duda monstruoso (por las mismas razones). Esta contradictoria apreciación sería de por vida la de sus lectores, innumerables, la de sus compatriotas y por supuesto la suya propia. Terror asombrado al descubrirse no sólo un genio sino, además y sobre todo, un raro.

Homosexualidad, belleza y sacrificio

Las perplejidades juveniles de Mishima lindaron con la dupla masculino/femenino. El joven adquirió temprana conciencia de una condición que le inquietaba. No dejaría de tematizarla el resto de su vida. Verse y ser visto como mezcla de extrema delicadeza (en su diminuta corporalidad amanerada) y de ensañada ferocidad (a juzgar por su implacable y espartano acometimiento de proyectos e ideales, rasgo esta vez heredado de su padre). En tal contexto, ¿qué podía significar para Mishima sentirse homosexual? Un asunto bastante complejo.

Desde el punto de vista cultural, la machista sociedad japonesa no ha generado una tradición que condene por principio la homosexualidad. En medios cercanos a la ética samurai (como el de los Hiraoka), la homosexualidad era tenida como posible vía ortodoxa del guerrero. Además, en un hogar tan aficionado al kabuki, todos sabían que los roles femeninos han de ser ejecutados por hombres, dentro y fuera de la escena: de allí procede la perspicacia de Mishima para ponerse en el pellejo de sus personajes femeninos (la explicación podría extenderse a otros genios modernos tenidos por heterosexuales, como Tanizaki o Kawabata). En fin, la frecuentación de antiguos monogatari (relatos, historias) acostumbra al lector japonés a navegar por torrentes genéricos poco y mal establecidos, dejando en penumbra la delimitación psicológica de los characters, a merced de circunstancias y eventos azarosos, moviéndose en ámbitos difíciles de ceñir, pero que igual marcan la existencia. La cultura japonesa no plantea una determinación taxativa o definitiva de la oposición homo/hétero/sexualidad (ésta no es tema, como lo ha sido en Occidente; en todo caso, el tema es igualmente la bisexualidad); sólo la elaboración cultural de mecanismos de atenuación de fronteras (las cuales incluyen al género, por supuesto, pero sin que éste agote el asunto, ya que de lo que en el fondo se trata es de atenuar el yo, la personalidad, en línea con la impronta budista propia de un hogar culto).

En una cultura como la occidental, Mishima hubiera tenido que dar explicaciones u ocultarse. Por contra, su contexto nativo lo favorecía en un plano personal, dándole los permisos necesarios, al precio de acentuar la detección y comprensión de su entraña profunda, habilidad que Mishima acabó de-sarrollando. A fuerza de ocultar sus sentimientos, a edad temprana creó una alternativa a la que se acogía cuando estaba solo: corregir el ingrato escenario social hasta volverlo acorde con sus fantasías. Kimitake levantó formidables defensas contra el exterior. Lo logró al punto de desarrollar un riquísimo mundo interior paralelo, donde la escritura satisfacía lo que el ambiente familiar le negaba. El ocio liberaba y exacerbaba sus ansias y su sensualidad, mientras la febril escritura de poemas y ensayos lo adiestraba en los ardides necesarios para disfrazar su deseo. En el relato “Flores de Acedera” (13 años), se perfila el modelo que empujaría (y aterraría) a Mishima durante toda su vida. De una parte, “el abrazo” erótico y homosexual del niño bailando con cierto presidiario encontrado en un bosque nocturno y desolado. Después, el éxtasis ante el rostro aterrador de la belleza, a la que en otro relato juvenil identifica (con rara lucidez) como “un caballo desbocado” que no obedece riendas y que, como “el río del deseo”, quiere hundirse en el mar. Para Mishima, la experiencia de la belleza es numinosa e incluye cuotas de sufrimiento, como el que una y otra vez contempla (con arrobo) en el San Sebastián asaeteado del grabado de Guido Reni, colgado en su habitación en vez del previsible kakemono (rollo colgante que preside la sala). La cumbre del sufrimiento no es otra que el éxtasis de la muerte, la cual advendrá cuando el torrente del ansia lo arrastre hasta el final, sumiéndolo en el océano, metáfora frecuente en sus novelas. Lo que Mishima ocultaba/desarrollaba en su escritura (la de la niñez, luego la adulta) no era sólo su homosexualidad latente sino, también, una identificación del éxtasis (a un tiempo erótico y estético) con la muerte (a la par sufriente y liberadora). Hasta Confesiones de una máscara éstas eran lucubraciones de escritor novel (de tendencia romántica). Con los años se transformaría en proyecto de convertir toda su vida en obra de arte, a ser realizada en/por una muerte sacrificial. Esta novela, que lo lanzó a la fama, tal vez desenmascara su homosexualidad (en eso constituiría el final de un proceso). Pero sobre todo confiesa su fascinación masoquista por la belleza del sufrimiento y de la muerte (iniciando un proceso que culminaría con su inmolación, en 1970).

Alias Mishima

Así fue: Confesiones... convirtió a Mishima en estrella a los 24 años. No dejaría de brillar hasta su muerte, veinte años después. Resuelto a convertir su persona en personaje, afirmó su nombre de escritor (adoptado en los años ’40 para eludir a un padre empeñado en hacerlo funcionario). Centró todo el esfuerzo en identificarse con la ficción que había soñado desde niño y que acabó firmando al pie de cada manuscrito. Lo primero era dedicarse por entero a la escritura: cada noche, de las doce a las seis, durante décadas, Mishima escribió encarnizadamente, sin que fiestas, vacaciones, actuación, compromisos, el cansancio, la política o las enfermedades lo apartaran de un empeño invariable. Su producción asombra por la abundancia y la puntualidad: una novela al año a partir de 1947; una obra teatral larga anual desde 1953 (además de adaptaciones y obras en un acto); cada año una novela por entregas, desde 1950; quince películas basadas en obras suyas; sin olvidar numerosos diarios, alguna poesía, traducciones, ocho piezas de kabuki en lenguaje clásico y hasta un ballet tardío, Miranda, casi al acabar sus días. Igual que en los demás aspectos, se aprecia en la escritura de Mishima un completo desdoblamiento: novelas rosas para el fantasma de amiguitas ya crecidas, novelas serias para público de horma más aguerrida. Punto de encuentro: la mente incansable de Mishima y su “sed de amor” (afán por ser amado).

La estrella se transformó en personaje público, el más publicado, visitado y comentado de Japón. Se sentía en condiciones de fabricar nuevas máscaras de su persona, dotándolas de dosis acrecidas de ambigüedad. Combinaba la búsqueda diurna de respetabilidad (que lo llevó a elegir esposa entre numerosas candidatas, convocadas mediante aviso en el periódico) con desacatos vespertinos en bares de homosexuales de la zona de Roppongi (eso sí: sin consumir alcohol y dejando la jarana puntualmente para recluirse en el escritorio de su casa). Lazo de unión entre ambos mundos: Yoko Sugiyama, elegida esposa tras largo casting. Nunca fue mera pantalla de la vida irregular del esposo. Yoko estaba al tanto de lo que todos sabían. Actuó de veras como nítida mujer de un hombre ambiguo, en el lecho y en la maternidad. Fue la presencia que él mismo impuso para sus encuentros sociales y editoriales, su compañera de viaje. Donde estaba Mishima, estaba Yoko (salvo en los bares).

Más desconcertaba al público el insaciable eclecticismo del escritor. Se apoyaba en lecturas de Rilke y de Proust, de Wilde, Radiguet, Cocteau y otros occidentales, al principio frecuentados a escondidas de su familia, luego aludidos aunque con la ausencia de explicaciones de Mishima a su público. Donde sí fue explícito hasta el exhibicionismo fue en el modo de concebir, para él y familia, una casa mestiza, mezcla de austeridad imperial (como el palacio de Katsura, en Kioto) y de confort de imaginaria villa californiana. Buscaba nada menos que fundir a Oriente con Occidente. La planta baja demuestra que, para Mishima, Occidente era el barroco tardío, los colores chillones, las esculturas del Renacimiento, los muebles rococó, entre los cuales Yukio circulaba en jeans y camisa hawaiana saludando a invitados. En los pisos, la cosa se ponía más japonesa: Mishima escribía en su despacho vestido de yukata (fino kimono de algodón), al igual que su familia. El domicilio de Mishima, frecuentemente fotografiado, muestra la mezcla estrafalaria de elementos característica de su dueño. De Oriente hacia Occidente, un estrecho pasadizo ascendente, en forma de escalera de caracol: mármoles de Carrara con impostaciones de artesanía local.

“Embutido de ángel y de bestia”: el verso de Nicanor Parra se aplica a este tokiota de voluntaria vida breve (1925-1970). De tan japonesa que fue, la mera evocación de la existencia de Mishima resulta difícil de aceptar en el archipiélago: muchos lo perciben cercano, pero no lo comprenden. En los hechos, se afanan por silenciar y dejar de lado la obra de un visionario a pesar suyo, alguien que personifica el oxímoron de quienes, en Japón, no se conforman con “ser imbéciles y tener un empleo”, según definía Gottfried Benn cierta búsqueda engañosa de felicidad. Ya durante su vida, la postura y el arte de Mishima enfrentaron fuertes resistencias. Hoy su figura sigue concitando un índice elevado de rechazo.

Conviene entender el asunto. ¿No era Mishima, como tantos compatriotas, un conservador reaccionario? Sin duda, pero lo fue hasta cierta exacerbación final, juzgada pretenciosa, del emperador, figura propuesta como fundamento cultural de una nación alicaída tras la guerra. ¿No cultivaba, con estilo que le siguen admirando, las más preciadas tradiciones literarias y escénicas del país? Lo hizo sin descanso, aunque hurgando en los fundillos del noh, el kabuki y los monogatari de forma tan intrigante que deja sin resuello a los imitadores. ¿Acaso no compartía la fascinación nacional por la cultura popular urbana de los Estados Unidos de posguerra? Claro que sí, sólo que la llevó al paroxismo de la imitación y al vértigo del pastiche, adoptando poses groseras y atuendos de cowboy, gangster o boxeador de película de trasnoche o lugar de alterne. ¿No vivía, como ciertos héroes nipones, en un contexto de ambigüedad y relativa indeterminación sexual? Incluso cuando hizo notar su homosexualidad, Mishima no dejó de ser un bisexual confuso y contradictorio, como no faltan en Japón. Llevó las cosas al extremo de mostrar estupor sin ambages ante su compleja condición. ¿No labró finalmente con su obra un compromiso estético con la destrucción y la muerte? Nada más afín a la tradición samurai, reeditada (con aplauso unánime) por los pilotos kamikaze de la Segunda Guerra... sólo que sometida por Mishima a una nueva dramatización, en 1970, en forma de seppuku (suicidio ritual) imposible de asumir para quienes lo rodeaban.

Con el paso de los años, y para creciente incomodidad ajena, Mishima difuminó la ya borrosa frontera entre su vida y su obra, preparando poco a poco las condiciones para pasar a ser, él mismo en persona, el objeto perfecto que buscaba. La obra de arte que libro a libro anunciaba sería de corte dramático, una en que con sangre acabaría derramando de forma irrebatible su propia vida. Mishima ansiaba descubrirse vivo en el momento mismo de morir: creía que el momento de la muerte es el instante de máxima comprensión de la propia existencia. Quien pierde la vida, la ganará, dice un Evangelio que conocía. Dado que las circunstancias hacían imposible cualquier final heroico (kirijini: muerte en combate), acabó limitándose al suicidio ritual, aunque dotándolo de un contexto escenográfico patriotero y marcial. En otoño de 1970 se abrió el vientre (harakiri: del vientre a la derecha) en un cuartel tomado por sorpresa, al mando de una centuria de civiles ultraderechistas que hubiesen querido morir por el emperador, tan alocadamente como él. Solo en el trance de la muerte, Mishima queda igualmente aislado e irrepetible en la memoria de su pueblo, para quien sigue siendo objeto de atracción y de repulsa. ¿Demasiado japonés para los japoneses?

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Alberto Silva
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