sábado, 2 de agosto de 2008

Orgullo mutante


Keith Haring vivió 31 años y en mucho menos se convirtió en artista icono del siglo XX. Un orgullo mutante capaz de combinar drogas, sexo, cultura africana, militancia lgbtt y sentido del humor, entre otros dones. Trabajó sobre lienzo, papel, paredes del subte, camisetas, vasos, el propio cuerpo y el ajeno. A pesar de su culto por lo efímero, lo sobreviven sus fantasmas expuestos en museos de todo el mundo.

En una entrada de su diario en 1982, un Keith Haring a punto de volverse una figurita del álbum mundial del arte, repasó sus orígenes en un flashback a su infancia: “Nací en 1958, la primera generación de la era espacial, en un mundo marcado por la tecnología de la televisión y por el placer instantáneo: soy hijo de la era nuclear. Crecí en los sesenta en Estados Unidos y descubrí la guerra en los números de Life sobre Vietnam. Asistí a las revueltas raciales por televisión, desde la confortable sala de estar de una familia blanca de clase media”. La escena era claustrofóbica, pero no fue difícil para Haring encontrar la llave que lo sacó de esa sala familiar para expandir su potencial. La salida fue el dibujo, una afición que aprendió de su padre, un dibujante aficionado de historietas. El comic le permitió crear su propio mundo, fuera de los mandatos de raza, sexo e ideología que se multiplicaban como formas de asfixia a su alrededor. Y a su dibujo lo guió la psicodelia lisérgica, que lo convertiría definitivamente en un hijo dilecto de los ‘60. La expansión de la percepción y de la mente fue la manera de que su pulso creara las líneas serpenteantes que lo caracterizarían como artista. El mismo define su viaje en ácido iniciático: “Mi primera experiencia con el LSD a los quince años y los consiguientes trips en los campos que rodean el pueblecito de Pensilvania en el que crecí. El dibujo que hice durante mi primer trip se convirtió en el germen de toda mi obra posterior, que ha llegado a ser toda una visión ‘estética’ del mundo (y un sistema de trabajo)”.

El hombre elástico

El trip artístico lo llevó a estudiar en Nueva York a fines de los ‘70. Allí, en sus primeras experimentaciones se dedicó a las performances y al video, filmando, exponiendo o comprometiendo su propio cuerpo, interesado principalmente en un arte del movimiento espontáneo, de lo vivo sin red. ¿Cómo sumar esas nuevas experiencias vitales a su afán por el dibujo? Haring inventó un “Arte en tránsito” que lo proyectaría como creador: desde 1980 comenzó a dibujar los paneles de publicidad de la red de subterráneos de Nueva York y definió su particular estilo cinético con una línea que trazaba figuras elásticas que representaban a gran escala movimientos característicos del comic y el dibujo animado. En ese ámbito, en medio del vértigo subterráneo de gente y vagones, los dibujos de Haring creaban una vibración enigmática, con imágenes humanoides y animalescas mezcladas con elementos reconocibles (televisores, billetes, iconos populares, etc.) y con signos extraños. Algo del pop y su gusto por los objetos publicitarios se reconfiguraba desde una visión más bien primitiva e infantil (Haring dibujaba con tiza sobre paneles negros como si fuera un travieso garabato escolar en un pizarrón). Esos dibujos bailaron con movimiento anárquico entre un público que miraba algo perplejo mientras se transportaba mecánicamente por los subtes. Dibujos que duraban horas, días o semanas, hasta que el panel era ocupado por publicidad o alguien borraba las líneas de tiza, pero esas performances de Haring duraron un lustro, a pesar de ser detenido, esposado y llevado a comisarías decenas de veces. Su línea sinuosa se estiró hasta imponerse desde el under y fue circulando por otros espacios, desde la pintura mural a la decoración de objetos (vasijas, platos, esculturas), pasando por decorados teatrales hasta hacerse literalmente cuerpo: Grace Jones hacía performances pintada por Haring, en una suerte de body painting extrañamente sexual. Hasta el propio Haring pintó su cuerpo desnudo con su dúctil línea de trazo grueso. Porque el dibujo de Haring era la forma de transformar la identidad del cuerpo desde un delirio visual de la diversidad elástica.

Queer-Pop-Eye

El primer ojo del arte pop revolvía en el arsenal de las imágenes de la cultura masiva (el comic, el cine, la publicidad, la prensa, etc.) con objetivos diversos, pero mayormente tratando de extrañar la mercancía, devolviéndola ajena a sí misma. En los ‘80, Haring fue más allá, expandiendo de manera queer esos parámetros de las imágenes pop. Como artista gay fuera de todo closet en la era post Stonewall, Haring fue pionero en basar muchas de sus obras en los iconos e insignias instalados por el movimiento Glttbi. Es decir, usó el magma de signos de la embrionaria identidad gay, desde el triángulo rosa hasta la pornografía, como germen visual de muchas creaciones. Ya no sólo se trataba de sacarle a la cultura hetero un objeto para volverlo homoerótico, sino que la apropiación de imágenes también implicaba a la cultura Glttbi: ahora los signos de la cultura gay salían del closet minoritario para transformarse en materia artística universal. Haring fue una pieza clave de la construcción de una visibilidad queer más amplia, participando creativamente en las Marchas del Orgullo, y más tarde en las campañas contra el sida. La representación de una sexualidad festiva, de figuras en orgías multitudinarias, caricaturales y grotescas, a través de sus obras, se transformó con el tiempo en un icono más de la cultura Glttbi y todavía tiene una gran elocuencia gráfica para expresar la idea libertaria y comunitaria de la diversidad sexual. Complementario al fetichismo dramático de las fotos que Robert Mapplethorpe hacía por aquellos años, los monigotes alegres de las pinturas, dibujos y esculturas de Haring siempre fueron mutantes diversos, figuras que algunas veces eran inocentes, otras veces muy sexuadas y fálicas, pero también las había andróginas, lúdicas, bestiales, infantiles, etc. Y todas ellas podían convivir en la misma obra, mezcladas, como participando de una viñeta carnavalesca de intercambio de fluidos y/o felicidad. Muchos de los retratos colectivos de Haring no eran ni más ni menos que marchas del orgullo del cuerpo mutante.

Pinta tu aldea global

A mediados de los ‘80, desde la subterránea Nueva York, Haring se proyectó al mundo. Pintó paredes en distintas ciudades de cada uno de los continentes, su arte callejero no se limitó a EE.UU., sino que se volvió interpelación global. En paralelo a sus viajes, una mala noticia recorría el mundo: el sida era una pandemia, primero enigmática, luego estigma homosexual, después problema de todos y todas. Y Haring vio a muchos de sus amigos morir por esta enfermedad. Aprovechando su situación privilegiada de popularidad planetaria, el arte en tránsito de Haring fue pionero en moverse en la dirección correcta: su obra se puso al servicio del sida con la certeza de que la solución era la información, no el miedo. Así, con la misma vibración vital y festiva, su arte contra el sida combatió la ignorancia y el silencio con la forma novedosa del graffiti global. Sin nunca caer en la oscuridad ni en el desasosiego, a pesar de vivir con el vih en épocas de desesperanza, convirtió a las ciudades en pantallas para un arte que transformaba el panfleto en un género pop solidario. Y Haring también creó una fundación a través de sus obras remodeladas como objetos de consumo a través de su Pop Shop, un negocio sin fines de lucro, que creó campañas para acabar con el sida, ocupándose de zonas de emergencia como Africa antes que nadie. Enfermedades provocadas por ese mismo virus hicieron que Keith Haring muriera en 1990, con unos prematuros 31 años. Fue un artista joven, tal vez el más prolífico para su corta carrera, y dejó un arte joven que, a un siglo de su nacimiento, aún se mueve con su particular vibración, esa que agita la mejor vanguardia cinética, esa que nos sacude para decirnos que el futuro es ahora.

Diego Trerotola
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