Arte, cultura y sociedad desde una optica un poquito gay... es decir, una mariconada!
viernes, 22 de septiembre de 2006
Las travesuras del señor Humberto
Angélica querría que le hicieran la nota a ella: salta, ladra, te mira alerta a los ojos, husmea el grabador, pero apenas consigue unos mordiscos del sanguchito de jamón y queso que engulle la cronista. Angélica, por si no lo saben, es la vivaracha perra –mezcla con algo de terrier– de Humberto Tortonese, que está junto a Margarita, otra perra que fue muy querida por el actor (dramaturgo, etcétera), en una imagen tomada en Miramar que forma parte de un pequeño santuario personal. Ese altarcito está presidido por una hermosa foto de su padre que quedó pegada a la mesa al derretirse una vela encendida, al lado de un cuenco rebosante de papirolas con forma de pajaritos hechas por el propio Humberto en papeles de precioso diseño. En ese sitial, también tiene su lugar de honor Batato Barea, en tiempos del Parakultural. Desde las paredes del living, descuella Sarah Bernhardt como majestuosa hada protectora en un poster primorosamente enmarcado y una impresionante fotografía de un muchacho trabajador semidesnudo plantado en medio del río, realizada por Marcos Zimmermann. Más allá un piano –con cortinados teatrales detrás– que HT no toca ni de oído, pero donde, en circunstancias propicias (unos buenos tragos, por ejemplo) puede improvisar melodías rarísimas, en las inmediaciones de un corazón en relieve rojo brillante, con algunos pinchos, regalo de 20º aniversario de Zimmermann en julio pasado.
En ese mundo que lo refleja –Angélica, las esbeltas plantas de la terraza, los pájaros de papel, además, se le parecen– Humberto Tortonese, generoso y gentil, conversa con Las12. Habla de La voz humana, de Cocteau, su última creación en teatro actualmente en una impasse, de su estimulante experiencia en radio junto a Elizabeth Vernaci y de sus intervenciones desopilantes en RSM, bajo la conducción de Mariana Fabbiani, programa televisivo donde con su mejor expresión Buster Keaton puede descerrajar acotaciones merecidamente lapidarias, increíblemente osadas. Sin premeditación y sin alevosía, con sinceridad visceral, Tortonese dinamita los cimientos mismos de los programas amarillistas de chismes, del cholulismo en sus peores expresiones mediáticas.
Pero lejos de sentirse un héroe o un cruzado, el artista se divierte manteniendo íntegro su espíritu crítico y travieso, mientras que encuentra tiempo para avanzar en el guión sobre el dentista asesino serial Barreda (“me atrae porque vengo de una familia de odontólogos, por otra parte es un personaje bien nuestro, un caso de locura muy argentina”) que quizá pueda filmar el año próximo. En lo que queda de éste, aparte de proseguir con sus exitosos trabajos en la radio y la tele, a partir de octubre retomará las giras por el interior con La voz humana, espectáculo que espera poder cerrar en Buenos Aires. Durante la entrevista se cuelan el criado del Don Juan de Molière, la diputada Gasconcha y otros personajes inolvidables de HT. Y un pajarito se vuela del santuario y va a parar al bolso de la agradecida cronista.
¿Cómo no se te ocurrió antes hacer La voz humana?
–Hace cuatro o cinco años que la tenía en lista de espera, hasta que dije “ay, ahora es el momento”. Me dejé llevar por la intuición, como otras veces. Con La voz humana sucedió que en un momento todo coincidió: tuve deseos de hacerla ya, me reencontré con ese texto que esencialmente no ha perdido vigencia, lo empecé a masticar. En el momento que tomo la decisión, también se dio que mucha gente me estaba preguntando qué iba a hacer en teatro, me llegaba el deseo de bastante público de verme en el escenario.
Aunque en general en las notas se suele poner el acento en tus actuaciones con Alejandro Urdapilleta en el teatro y en la tele, la verdad es que has diversificado mucho tus interpretaciones en géneros diferentes, incluyendo la comedia inglesa Alarma, el musical La tiendita del horror donde hacías varios roles.
–Con Alarma me pasó que me llegó el guión, y yo sin leerlo pregunté quiénes estaban en el elenco. Me informaron: Valeria Bertuccelli, Alejandra Flechner, Roberto Catarineu, y dije “ah, bárbaro”. Firmé y cuando agarré el éxito me di cuenta de qué flor de choclo, y una cosa muy armada de producción, un sistema al que yo no estaba acostumbrado. A su vez, La tiendita... era la reposición de una producción norteamericana, una comedia muy ingeniosa, con buen diseño de arte, combinado con humor el horror y el sadismo, bien negra hasta el final. Algunos chicos se asustaban, lloraban.
¿Vos sos de llorar con las películas, las obras de teatro?–
Bueno, a veces es lindo. A mí me pasa al mirar, por ejemplo, Bailarina en la oscuridad, la de Lars von Trier. Me acuerdo que la vi por primera en el cine, cuando se estrenó. Entré solo y en un momento empecé a meterme en la historia, a quedarme sin respiración porque la angustia me oprimía. Miraba la alfombra roja de la sala, ya no resistía más el dolor del personaje de Björk, sólo su canto me sacaba de ese sufrimiento intolerable. Esa traición de gente en la que ella había confiado, cercana, me llegaba directo al corazón. La volví a ver hace poco, con mi hermano, que no la conocía, y lloré de nuevo, aunque el impacto no fue tan tremendo. Una película que no es de llorar a mares pero me conmueve mucho siempre es La strada. Me da una cosa de enorme ternura la pureza absoluta de ese personaje de Giulietta Massina, tanta que no ve la maldad en Zampanò hasta que él comete ese crimen atroz, mata al loco, al acróbata, al arlequín. Qué increíble Fellini, qué gran poeta, cómo llevaba lo circense en el corazón. En el anterior, Los inútiles, hay un toque en ese baile de carnaval final, con esa actuación grandiosa de Alberto Sordi, un actor que siempre me gustó mucho.
Y siempre tan cerca del patetismo ¿no? ¿De dónde sale para vos esa raíz trágica tan fuerte de los grandes cómicos, de los payasos, de los bufones?
–Es que la comicidad está ahí, tan al borde de todo. No se da al revés con los grandes trágicos, quizá porque una cosa es querer hacerse el gracioso y otra bien distinta tener esa gracia naturalmente, ese don si querés, y de allí ir sin escalas al dramatismo. A mí me gusta mucho ese pasaje de lo grotesco a lo trágico y de allí a lo desopilante. Porque el exceso, el desborde, terminan siendo cómicos, hay una tensión que liberar, si no, te hundís en abismos insondables.
¿Cuándo te das cuenta de que podés hacer ese tránsito entre géneros con tanta fluidez?
–Desde chico yo advertía el tema de encasillamiento, que acá se daba mucho en esa época, más que ahora, seguro. Cuando empecé a estudiar teatro, notaba que había actores que reiteraban un rol y que no querían salir de eso, quizá porque era un lugar seguro. Luppi era como un clásico que hacía siempre de Luppi en distintas cosas, cine, televisión. Es verdad que a veces algunos directores contribuyen, te dicen “vos das para tales cosas”, basándose en un trabajo anterior que funcionó. Es difícil que sepan ver más allá, especialmente cuando sos raro, inclasificable. Después, cuando podés mostrar otras facetas, empiezan a considerarte.
A veces el periodismo también encasilla. Miré algunas notas que te hicieron los últimos años y nadie parece acordarse del magnífico Sganarelle que hiciste en el Don Juan de Molière, dirigido por Alberto Ure.
–Sí, puede haber una tendencia al encasillamiento, a identificarte en una sola dimensión. Me encanta que traigas ese recuerdo de Ure: lo primero que hice con él fue En familia, en el Cervantes, una gran experiencia en un estilo de teatro que me apasiona. De modo que cuando me ofreció a Sganarelle me puse muy contento porque es un personaje divino, poético, perspicaz, sensible.
Le da un eje a la obra, y merece recordarse que vos lo hacías con una contención, con suma elegancia...
–Precisamente, ahí es cuando lo que te importa no es el hecho de ser o no protagonista, sino apreciar el peso del personaje, su sentido dentro de la pieza. Me puse confiado en manos de Ure, tuvimos una conexión profunda, mucho intercambio. Escuchó mis opiniones, siempre tan inteligente y desprovisto de la solemnidad de algunos puestistas estrella de mucha soberbia. En cambio, Ure hizo cosas de gran libertad, desprejuicio, vuelo. Dejame aclararte que nunca tuve ningún resentimiento porque no me reconocieran esa actuación, yo estaba menos en el candelero también. Pero fui muy feliz haciendo ese papel, lo disfruté plenamente, y debo confesar que me encantaba ese aplauso espontáneo, después de hacer ese maravilloso monólogo, antes del final.
Como en la ópera, cuando se aplaude en medio de una escena un aria bien cantada.
–Sí, tal cual, esa necesidad del público de estallar en un aplauso te da una sensación de haber logrado algo muy lindo. Mirá, en La voz humana también me ha pasado: en algún momento de la actuación algo le gusta mucho a la gente y aplaude, si bien a la vez quiere seguir escuchando. Entonces, me fui poniendo más canchero y dejo espacios para que el texto no sea tapado por las risas o los aplausos. Pero la verdad es que esa aprobación espontánea, esa respuesta sincera, como incontenible, es fantástica, muy gratificante si sabés recibirla. Cuando hacía En familia había funciones para escuelas, venían los chicos con las papas fritas y un día, de pronto, después de una entrada mía, se escucha una voz que grita “Grande, Torto”. Yo le retribuí muy sobriamente “Gracias” y seguí actuando. Alguna gente se indignó porque se trataba del Cervantes, imaginate. Creo que así es el teatro popular, con la gente expresándose. Por eso me encanta la imagen de otros tiempos, de cuando el público tiraba cosas, verduras, huevos, si algo no le gustaba. Porque también ahora, con tanto respeto, tanta corrección, te aplauden cualquier cosa al terminar una representación.
En cierto sentido, te apropiaste de La voz humana, hiciste tu versión desde el texto que adaptaste, la puesta, la interpretación.
–Hubo muchísimas versiones, pero hasta donde sé, todo el mundo lo agarró para el lado de la tragedia. Sin embargo, yo pienso que tiene una parte divertida por el lado del desborde. Cuando ella le dice a ese amante que la dejó “el único segundo que me olvidé de vos fue cuando estaba en el dentista y me rozó un nervio con el torno”, en esa frase circula el humor. Creo que si Cocteau está mirando desde arriba, ha de estar riéndose de esta lectura que hago.
¿Te pareció que había que actualizar algunos detalles de la obra?
–Algunos cambios surgieron naturalmente, pero otros anacronismos los dejé. Por ejemplo, que el teléfono se ligara, porque la aparición de esas voces que la interrumpen tienen importancia dramática en la obra, y aunque ahora no suceda, puede resultar verosímil. Te cuento que primero vi la versión de Rossellini en la película El amor, donde están La voz humana y El milagro, las dos por Anna Magnani, que es genial. Después agarré el texto y lo fui pasando muy sencillamente, modificando pequeñas cosas, exagerando otras.
¿Cuál es el origen del oso hormiguero?
–Estaba pensando en cómo hacer lo del perro: primero se me ocurrió una especie de estatua, pero no me convencía. Entonces me acordé de ese oso hormiguero que habíamos usado con Urdapilleta en ATC, en el programa de Gasalla, a quien llamé. Le divirtió la idea y me dijo a quién llamar para recuperar el oso. Y la idea funcionó, sin modificar esa parte del texto, salvo que en vez de un perro se trataba de un oso hormiguero, lo que aportaba una extrañeza, sin duda. Por eso, termino diciendo “Voy a ver qué hago con el animal. Ah, me lo encajaste”. A ese hombre le podrían haber traído de algún viaje un oso hormiguero, una cosa entre snob y caprichosa. Creo que es el animal apropiado para acompañar la locura de ella. Durante todo ese proceso, mi preocupación constante era no desvirtuar el original.
Un texto que toma una situación humana tan universal y atemporal, la de una persona enamorada que no se resigna a ser abandonada, que pierde toda compostura y se arrastra, se rebaja, se revuelca. La canción “Ne me quitte pas”, de Brel, lo dice bien claro: quiero ser la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro, pero no me dejes...
–Exacto, hacés cualquier cosa aunque en el fondo sepas que no hay retorno. Acá hay otro tema muy bien llevado: esta cuestión de querer sacarle una verdad a él. Personalmente, creo que la última llamada de él es para saber si ella cometió una locura o no. Entonces, ella juega con esa mala conciencia. Ciertos desbordes los fui encontrando en algunos sitios: el caso de los guantes de él, por ejemplo. Estaban en la mesita de luz y durante los ensayos ella iba a buscarlos, era como tener una parte de él en sus manos. Cuando se los pone en ojos, pensé: va bajando, se los pone en las tetas, después en la medibacha... Y ya en las últimas funciones era un orgasmo para ella porque después de ese gesto vuelve y dice “acá no están”, o sea: “están dentro de mí”. En estas funciones pasó algo genial: la gente subía, reía, se quedaba suspendida, reía de nuevo. Un gran regocijo para mí, por eso quiero seguir haciendo La voz humana. Nunca tuve oportunidad de hacer una pieza durante mucho tiempo, y en esta oportunidad me han pasado cosas nuevas sobre la marcha, sintiendo que llego a mi punto más alto en lo actoral.
En tu versión, él la deja por un hombre, no por otra mujer.
–Le busqué esa vuelta al ver que era un juez, me acordé de Oyarbide, de algunos escándalos que hubo acá. No me pareció que cambiara lo sustancial del texto para nada, que sigue siendo el abandono, no poder aceptarlo.
También la escena del abandono podría haber sido jugada por un hombre, si bien la convención indica que las mujeres tienen más permiso para mostrar emociones.
–Por supuesto, esa reacción, ese desamparo, esa desesperación les puede suceder tanto a mujeres como a varones. Te digo que muchos espectadores se acercan y me dicen: “A mí me pasó, no en esa medida, claro, pero me identifiqué”. Creo que uno de los hallazgos de la obra es que sea una conversación telefónica, una situación que da la posibilidad de abrirse, de sacar las miserias, de que se adivinen la voz y los silencios del otro.
En realidad, no se trata de un monólogo porque hay otro personaje, que no se ve pero interactúa, en ese camino zigzagueante que recorre la obra.–
Sí, y que te lleva a un lugar. Es cierto que se trasluce la presencia de otro personaje que sostiene el diálogo. Por eso la desesperación cuando se corta la conversación, esos gritos desgarradores, ella sufre en el alma y sufre físicamente. Fijate que en algunos lugares del interior viene a ver la obra un público que se la toma como una telenovela. Hay comentarios durante el transcurso, se la toman a pecho, se anticipan, como en el circo criollo. De pronto escucho a una señora que dice con mucho sentimiento “ay, lo que le va a decir ahora, no, no, le mintió”.
Tu puesta y tu actuación tienen momentos francamente operísticos, ¿te gusta ese género?
–Bueno, de hecho hay una versión operística de La voz humana. Y yo quería ponerle algo en esa dirección, los grandes gestos, los gritos. Ultimamente estuve haciendo como tonos para arriba, hasta llegar a un agudo. Sí, me atrae lo desmedido de la ópera, me parece todo muy teatral: la música, la voz tan potenciada, esos sentimientos tremendos. Te transmite una energía, te da piel de gallina. Es fantástico experimentar con el canto, te hace sacar todo. Me pasó una vez que estaba de vacaciones en La Paloma, en un hotel muy viejo con una resonancia increíble: empecé a cantar y la voz me salía perfecta. Yo no tengo esa técnica, pero hay cosas –un momento de felicidad, de plenitud– que me dan ganas de cantar. Cada tanto me pasa.
¿De entrada pensaste en dirigirte en La voz..?
–No, no me lo había planteado así, lo que me propuse fue estudiar bien el texto y después ver, pedir ayuda cuando la necesitara. Pero de pronto la obra ya estaba ahí, me pareció que era una responsabilidad que me correspondía. Igual llamé a un director que llegó tarde al ensayo, justo el día que sentí que entendía la pieza en su totalidad, algo se había liberado, me di cuenta de que tenía la puesta. Aunque reconozco que no es fácil abarcar todas las áreas.
Entre la Capital y el interior, tu público ha de ser muy heterogéneo.
–Muy, y eso me fascina. Público teatrero clásico y público de Rock & Pop. Vienen parejas jóvenes, gente grande, mucha mezcla. El público femenino sigue siendo mayoría, se nota que las mujeres quieren salir, ver cosas nuevas, comentarlas. Además, ellas tienen esa cosa de expresar más sus gustos, sus entusiasmos, son agradecidas. El hombre viene y te dice rápidamente “buenísimo el laburo” y habla de otra cosa, nada que suene personal. La mujer se entrega más, te lo comunica.
Qué paradoja que hayas conquistado en cierta forma una radio como la Rock & Pop, tradicionalmente misógina y homofóbica.
–Bueno, yo no me propuse entrar en esa radio: empecé porque me llevó la Negra Vernaci. Cuando le dije que nunca había hecho radio, me respondió: charlemos así como lo hacemos nosotros, para divertirnos. Entré por mi puerta, en realidad, para encontrarme con una par. Y siempre burlándonos de esa radio machista, que tuvo que cambiar un poco su estilo. Porque Tarde Negra empezó a estar entre los programas más escuchados, conducido por una mujer. Había que rendirse a las evidencias. Con la Negra es como una hermandad que tenemos, nos entendemos y complementamos, coincidimos sin haberlo preparado antes. Y todos los que trabajan en el programa están pendientes, contribuyen a decorar la situación. Pero no es que yo me considere ni remotamente la imagen de la Rock & Pop: voy a trabajar ahí, la paso muy bien.
Lo interesante es que lograste un cambio, si querés parcial pero muy significativo, sin sacar la pancarta, siendo fiel a vos mismo, con tu estilo de ingenuo zarpado, con ese lado de niño inocente que has preservado milagrosamente y que te permite atravesar la selva y salir ileso. Junto a una mina como Vernaci, conseguiste romperle algo a la Rock & Pop.
–Algo pasó, está pasando, es verdad, y creo que es bueno contribuir a romper prejuicios y tener tanta respuesta de la gente. Al principio me di el lujo de hacer el curso del macho, una sátira a ciertas costumbres masculinas, la cancha, el hipódromo, la oficina... Los que escuchaban este curso eran los hombres, y se reían. Para mí era como meterme en un personaje, en un estereotipo. “Vamos, Humberto, que vos podés”, decían los mensajes. Me pareció bárbaro que los tipos fuesen capaces de reírse de ellos mismos. Ahora que dijiste eso de la ingenuidad, de mantener algo de niño, me provocaste la asociación con algo que pasaba cuando era chico: estábamos en una playa, en la carpa, en La Perla de Mar del Plata, y yo me perdía, me iba por ahí y la gente que me encontraba me hacía las preguntas del caso. ¿De dónde venís? De allá lejos, decía yo. ¿Cómo es el auto de tu papá? Amarillo. Nada que ver con la realidad, yo seguía el tren de mi fantasía, mi cabeza iba por otro lado. Y creo que conservo un poco esa posibilidad de no darme cuenta tanto de ciertas cosas, de lo que conviene decir. Entonces, no me censuro. Eso me da una libertad fuera de todo cálculo, también me da mucha tranquilidad, refuerza mi propia mirada.
Quizás es esta frescura, esta sinceridad sin rodeos y sin miedos lo que hace que en la radio, en la TV, puedas conectar directamente con la gente, que te cree y te quiere por vos mismo, que acepta la dureza de algunas opiniones.
–Tengo mis principios, claro, y mi punto de vista. El resto fluye sin premeditación. La semana pasada, en RSM, me deliré actoralmente al hacer un cuento con una serie de fotos de Susana Giménez regando las plantas. Empecé a inventar toda esa historia de que había limpiado los baños y no dejaba que el novio los usara.
Puro teatro
–Sí, por supuesto. Y no falta gente que me dice que tengo que hacer Pasando revista en el teatro, imaginate. Es bárbaro cómo ese aporte actoral, ese crear un relato sobre la marcha, potencia la creatividad del equipo. Después del reportaje a Luis Majul, quien no quiso entrar en el juego y reconocer que había dicho “soy petiso y me la piso”, empezó el chiste con los técnicos que participaron, se les ocurrió poner una supuesta llamada de Majul diciendo “soy petiso...” y el recreo fue creciendo, con una continuidad. Sonaba mi celular y yo decía “debe ser Susana”, pero obviamente era Majul repitiendo la famosa frase. Cuando el equipo se divierte y aporta, las cosas salen mejor, las ideas se multiplican. Mariana se divirtió de verdad ese día.
Mariana Fabbiani parece como dividida entre cierta formalidad para no quedar mal con algunas figuras, y su otro yo, más zafado y maldito, que es cuando está mejor y puede ser brillante. El martes pasado, por ejemplo, volvió de la gripe muy inspirada.
–Ella es muy laburadora, muy profesional, tiene que hacer un personaje pero a la vez encontró una veta donde se puede relajar, disfrutar. Un día me dijo “sos lo mejor que me pasó este año”, y me sonó bien, sincero. Porque al principio había temas que no quería tocar, sobre todo respecto de su ex Gastón. Salía algo en las revistas y me pedía “no digamos nada”, y yo la convencía “sí, digamos, pero encontremos la forma”. Por supuesto que si ella no quiere realmente decir algo, se lo respeto totalmente, pero a ciertos temas viene bien quitarles importancia porque en realidad no la tienen. A mí me encantaba darle a Mirtha Legrand, y Mariana en algún momento se enganchó. Cuando vuelve Mirtha, parece que dijo: “Ay, esa chica me da con todo”, entonces Mariana le mandó saludos. Pero yo cada tanto vuelvo a la carga: aparecen declaraciones contradictorias en su programa y le digo muy serio: “Mirtha, por favor, no permitas que mientan en tu espacio”. Es cierto que Mariana podría tomarse más libertades porque tiene rapidez y gracia, pero tampoco es cuestión de hacer un campeonato de desparpajo. A veces viene bien que ella juegue el rol de moderadora.
En el programa de Susana, tu diputada Gasconcha sí que no tenía pelos en la lengua.
–No me privaba de nada sobre las lacras de los políticos, decía cosas terribles. Susana al principio tenía un poco de miedo, pero después tuvo una actitud muy piola: me dijo que no le contara los temas del día, que quería sorprenderse. Entonces, tenía que explicarle cómo venían las cosas en política. Con la abuela de Gasalla hacía el mismo juego porque le daba buenos resultados.
¿Qué panorama se te va armando a lo largo del tiempo, mirando esas revistas con minas recicladas que dicen sandeces?
–Mirá, creo que todo forma parte de un gran negocio. Ahora veo que las editoriales se fijan si dije más de Caras o de Gente, si muestro más una revista que otra, porque independientemente de la burla, para ellos es difusión. Entonces, intento separarme un poco de esa zona, digo “a la revistita de 1,70 le podés creer o no”, tratando de desenmascarar un poco a través del juego. Es increíble cómo posan y lo que dicen esas chicas por salir en una revista. Yo sé que lo de las cirugías viene de Estados Unidos, pero acá se lo han tomado demasiado en serio. Gente muy joven que se está operando, actrices buenas y lindas que se ponen esas aplicaciones. Pero lo cierto es que en la radio, en la televisión, todo el mundo se disputa estas revistas, aunque sea para mirarlas de ojito, y yo tengo que defender mi material de trabajo. Cada tanto, digo: lo que hacen estas revistas es una carnicería, te cuelgan la media res, te muestran la nalga, tenemos la pechuguita por acá, varios cortes a elección... Y también tenemos a los ricos que hacen fiestas a beneficio y es el mismo circo, todos queriendo figurar.
Moira Soto
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