domingo, 29 de marzo de 2009

Elogio de la pluma


Hace tres años, el 10 de marzo de 2006, con Alberto Migré se iba la pluma maestra de la telenovela argentina. En sensible homenaje, el poeta Fernando Noy, plumetí encarnado, evoca a esta y a otras tantas plumas que tan bien adornan la cola de este mundo, mundo pavo, pavo real.

Una pluma te saltaba desde cada ojo y movías el tuje como pavo real por lo que, ya desde niño, cómo no se iba a notar que eras evidentemente trolo, mientras tu padre recriminaba al cielo que no le hubieras salido Juan Domingo sino Evita.

A causa de sin permiso usar la augusta pluma cucharita, atesorada reliquia adentro del tintero en el cuarto o museo de las lágrimas, hasta que el vuelo poemático te granjeó la primera paliza inolvidable y seguro a modo de imprevisible venganza, la antigua tinta china manchaba la alfombra turquesa con tus propios talones fugitivos para siempre.

A los quince, en plena dictadura, también te detectaban el bamboleo plumífero y caías presa, coleccionando otro Segundo H, edicto de escándalo en la vía pútica, sólo por circular a la buena de Dios exhalando patchouli, masacrado por las botas de esas plumas de arsénico vomitadas como balas desde los patrulleros o patrullas de Eros.

Al tener que huir de tu país, fueron otras las plumas de aquella boa roja arrojada para cubrir algo de tu piel de Lilith desaforada sobre las propias ancas, inaugurando el ahora folklórico “bum-bum-less”, primer “cola-less” para el probable Record Gayness de Brasil, quien iba a decir importado por una bicha argentina que se sabía el samba desde otras vidas y apenas había logrado estaquear con tanzas hippies sólo el sexo bajo una estrella de mar embalsamada para desfilar en la Plaza Castro Alves de Bahía, oasis o imperio de la desmesura jamás visto, bajo la pluma invisible de tu piel amalgamando caricias, flashes o, por supuesto, lenguas.

También hubieron plumas de ébano y charol, con su altivez de cóndor al acecho en pupilas de tus amigas-hermanas el gran Pedro Lemebel o la gaúcha de Porto Alegre Caio Fernando Abréu que en los ‘70 insolentaba académicos declarando ser la Ney Matogrosso de los narradores que surgían en Brasil, hasta la siempre nuestra actual última diva Gran Marcova con el mismo plumaje sacro-obsceno que en los dedos buscones de Osvaldo Lamborghini comiendo Pipos de chorizo y flan de semen en las cazuelas de los cines Rose Marie, Eclaire o Avenida. Pájaros de Sodoma revoloteando la jaula pantalla donde nadie miraba, aferrados a los barrotes de piernas musculosas, marineras o bajo pantalones rasgados de Modart de los que al fin podían huir luego del chicle antropofágico, antigua ambrosía de los griegos.

Llegado a los ‘80, tu otra hermana, la inolvidable Batato, ideaba una puesta donde cada escena culminaba con la caída de una pluma bajo el cenital-genital como lengua alada que sólo tocaba el suelo para morder la almohada precipitándose en un abismo de gargantas, recuperando el vuelo, izada por el viento de aplausos.

Tantas plumas heredadas para una sola noche que ahora el recuerdo vuelve eterna, como las coleccionadas por la gran maga Gustavo Ros. Igual, quien más conoce sobre plumíferos secretos es la legendaria Vanesa Show, amiga-hermana a su vez de la diosa Nélida Roca, que sobre la desnuda piedra de su nombre encerraba el fetiche de un cuerpo escultural, irrepetible, dentro de otras plumas ardientes, imborrables.

Así aprendías que al estilo de las viejas carrozas pasivas en las perchas del closet, las plumas jamás se tocan entre sí porque acaban marchitándose, siempre rumbo al ansiado blanco braguetil que por suerte al fin se infla como el mejor gomón en un rescate.

Nada que ver con las cucias y negras de ciertas palomas buchonas ensordeciendo el cerebro desde los calabozos donde te trancaban.

Plumas por doquier, abanicando el vértigo yirando que incluso se volvían rock and roll desde las crestas aladas del pink-punk o las recientes plumas inoxidables y también ocultas en la plumífera manada de floggeys, rollingays o emosexuales que rutinan por suerte regresar, dentro de las bandadas galopando un placer donde el tiempo no pesa todavía con su feroz reloj de plumas de acero circulantes y la palabra pecado es un perfume en salivas enroscadas desde el celular o el imprevisto precipicio de una misma tabla como la cama volátil que jamás hubieras podido imaginar.

La educación sentimental

La primera vez que me encontré con Migré fue como una revelación. El había pedido que yo lo entrevistara en un evento público para homenajear a Claudio García Satur y mordí feliz el anzuelo: yo no había visto Rolando Rivas, taxista, pero sí el bulto de ese esplendor, ese James Dean bien alimentado que era Claudio/Rolando en 1972. Confieso que el prejuicio me había velado el conocimiento, más ocupado en buscar la filigrana intelectual que no deja nada entre los dientes, me había perdido el placer de escarbar en busca de los restos que deja la dentellada de lo popular. No sabía nada de Migré, pero aprendí rápido, como se aprende a amar a primera vista. Supongo que Paquito (Jamandreu) le había hablado de mí. El tenía el prurito de las maricas de traje y corbata, pero no por eso dejaba de ser lo que era. De hecho quería conocerme porque yo era más trola que él. Tenía la sensibilidad de las maricas precursoras de la camisa rosa, que en lugar de mostrar los dientes se escondían detrás del abanico de las convenciones.

Lo que recibí de él en ese contacto –y en todos los que siguieron, porque quedamos bastante pegados– fue una educación sentimental de lo popular, en la boca y la estampa de un clásico que sabía mirar y escuchar el otro lado del tejado de Corín (Tellado). ¿Cómo iba a saber que detrás de esa fragua de éxitos de televisión había semejante filosofía de tocador de braguetas y de culos? Migré me deslumbró con esa manera de entregarse, de convertirse en rehén del público. No para darle al público lo que quisiera sino para hablar con su lengua, sentir con sus emociones, poner un espejo para que puedan hacer sus morisquetas. El recibía como una orden del público lo que tenía que escribir. El es un icono, traspasó el misterio de la historia bien contada hacia la plena satisfacción de quien hinca el diente. La televisión después empezó con los arquetipos, los paradigmas, las boludeces. El, en cambio, sabía que si no intelectualizaba mucho, iba a descubrir la miga de lo que iba a amasar después. Tenía algo limítrofe en su sensibilidad marica: en él se ve lo magistral de la mujer, de la trola, pero encorsetado. Era propio de su tiempo abandonar la pluma por el trajecito negro. Pero era lo que pedía la gente. Y él tenía hambre de gente, de pueblo. Y sabía contagiarlo.


Fernando Noy
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Arnaldo, el misterioso


De amante irresistible en Piel naranja, pasando por el violento de Amo y señor hasta llegar a este maduro villano de Valientes, Arnaldo André ha recorrido un largo camino que comenzó cuando, recién llegado de Paraguay, quiso salir por la puerta del placard frente a la mirada atónita de Alberto Migré. Otras puertas se le abrieron gracias a la relación que comenzó entonces con el autor que le enseñó que el misterio sobre la propia vida puede ser la clave del éxito de un galán que se precie de tal.

La primera vez que se encontraron, al momento de salir del departamento, sin querer abrió un placard creyendo que estaba abriendo la puerta. El despiste le causó gracia a Alberto Migré, quien años después todavía recordaba el modo arrebatado de emprender la fuga de ese muchachito de rasgos aindiados y acento paraguayo, que esa tarde había leído durante dos minutos un pasaje de un libreto suyo, tiempo suficiente para que Migré diera por concluida la “prueba”, le estrechara la mano y le dijera “muchas gracias”. Pero, ¿quién iba a pensar que ese actor principiante, cuya belleza le auguraba destino de galán, pero que esa tarde había leído tan mal lo que Migré le había dado a leer, iba a terminar siendo el protagonista de muchas de sus telenovelas? ¿Quién iba a pensar que ese muchacho que se llamaba Arnaldo Andrés Pacuá, oriundo de San Bernardino, un pueblo a cincuenta kilómetros de Asunción, el mismo que acababa de malograr una oportunidad dorada, se convertiría en algo así como el prototipo del galán? Leyenda viva cuya fama supo extenderse por toda América latina y los Estados Unidos, y que fue capaz de conjugar en sus numerosos papeles la más honda ternura –como cuando en una escena memorable de Piel naranja le besaba uno por uno los dedos de la mano a Marilina Ross, susurrándole tras cada beso “rojaijú”–, así como el despotismo erógeno del macho que en Amo y señor repartía los sopapos que Luisa Kuliok recibía, alternando las mejillas para no quedar marcada.

AFAN DE PROTAGONISMO

Arnaldo André fue durante veinte años uno de los máximos sex symbols de la Argentina, pero nunca dejó que nadie metiera las narices en su fuero íntimo. Por eso no parece del todo casual que en esa escena de iniciación él aparezca abriendo la puerta de un placard (¡nada menos!) en su afán por escabullirse. Algo en lo que más de uno advertirá, cómo no, una clave simbólica. Más allá de que Arnaldo André ha sabido alimentar su propio mito, dejando que los demás murmuren y preservando, a su alrededor, un halo de misterio. No en vano jamás accedió a hacer una entrevista en su casa. Ni nunca se le ha conocido públicamente una novia (y mucho menos, un novio). ¡Justo a él, que durante años fue el hombre más deseado de la Argentina! A tal punto que se cansó de recibir regalos de sus admiradoras, llegando una de ellas al extremo de ofrecerle su fortuna para producirle una película. Destino de galán que André se empezó a forjar cuando Daniel Tinayre lo descubrió en una salita perdida de Belgrano en la que actuaba y le ofreció, a los veinticinco años, trabajar con Mirtha en la obra Cuarenta quilates. Una experiencia que le abrió las puertas para que Alejandro Romay lo contratara para hacer un ciclo de novelas cortas en Canal 9 que coprotagonizó con Alicia Bruzzo y Osvaldo Brandi, y que le permitió, al poco tiempo, volver a probar suerte con Alberto Migré, en pleno furor de Rolando Rivas, taxista. “Fue una amiga la que me convenció de que me hiciera tirar las cartas. Y una de las cosas que me dijo esa mujer fue que lo tenía que llamar a Migré cuanto antes. Así que lo llamé, especulando que no se acordaría de esa vez anterior en que nos habíamos visto. Migré accedió a tomar un café, nos encontramos, charlamos de esto y aquello, pero yo no me atreví a pedirle nada y él tampoco me ofreció nada. Así pasaron dos semanas hasta que lo volví a llamar y quedamos en almorzar juntos con la promesa de que tenía un ofrecimiento que hacerme. Ahí me dijo si me interesaría hacer un papel en Rolando. Un personaje del que se estaba hablando, pero que todavía no había aparecido. ¡Y eso a mí no me gustó nada porque yo pretendía que me dijera que iba a hacer un programa nuevo y que me quería como protagonista! Fijate lo pretencioso que era. Entonces Migré me dijo que cuando tuviera listo el libro, me lo mandaría. A la semana me lo mandó, lo leí y decliné la oferta, esgrimiendo alguna excusa, por supuesto. Pero al final me convenció y lo fui a hacer, desganado, más allá de que una vez allí puse mi mejor cara. Y me acuerdo del día en que cuando bajé del taxi en la puerta del canal un grupito de chicas se me vino encima para pedirme un autógrafo. ¡Y todo por un único capítulo en el que yo había aparecido unos minutos apenas! Ahí me di cuenta del error que hubiera sido no aceptar ese papel. Y así fue que Alberto Migré entró definitivamente en mi vida.”

UN HAPPY END

Luego de ese papel, Arnaldo André obtuvo al año siguiente su primer protagónico en Pobre diabla. Pero recién dos años más tarde le llegaría la consagración con Piel naranja, una novela en la que Migré trazó un triángulo amoroso entre un anciano, su joven esposa y el amante de ésta. En el último capítulo, el esposo liquida a su mujer, al amante y se suicida. Y así Piel naranja se convirtió en la primera telenovela argentina que terminó mal deliberadamente. “¿Por qué las telenovelas tienen que tener un código que las identifique? ¿Por qué tiene que haber un amor imposible a lo largo de la telenovela que al final se vuelve posible?”, dice André, quien ya se preguntaba en aquel entonces, cuando le sugirió a Migré evitar en Piel naranja el happy end, una idea que al autor al principio no le gustó mucho. “Yo pensaba que había que dar vuelta la telenovela, que había que mostrar otra cosa, sacarse de encima los lugares comunes. Después de todo, ¿por qué en las novelas tiene que haber un final feliz, si son los finales no felices los que más se recuerdan?”

Pero el rol de galán (¡y cuántas veces lo hemos oído quejarse por el encasillamiento padecido durante tantos años!) siempre le resultó limitado en su línea discursiva. “Después de las novelas de Migré, yo me fui a Venezuela y a Puerto Rico a hacer un tipo de televisión contra el que despotricaba, porque eran telenovelas malas en donde todo era exagerado y las relaciones no eran para nada creíbles, y que gracias a Dios nunca nadie las repitió en la Argentina. Pero, bueno, en ese momento me vino bien el cambio, irme. Y que en aquel entonces llamaran a un actor para trabajar afuera era algo halagador y poco frecuente. Cuando volví, Raúl Lecouna me ofreció hacer Amo y señor, y ahí sentí que existía la posibilidad de hacer algo nuevo. Ya no el típico galán romántico, el galán tristón y sufriente (porque antes los galanes lloraban: si la mujer lloraba un litro, el galán lloraba medio litro). Mi personaje en Amo y señor era un tipo fuerte, machista, peleador; un tipo que si necesitaba darle una cachetada a una mina se la daba, y para quien se hacía lo que él decía.

¿Y eso te parecía provocador o qué?
–Cuando arrancamos con Amo y señor, hacía muy poco que había vuelto al país la democracia, y la televisión venía de años de tocar temas, ya no digamos “rosas” sino directamente “blancos”. Había censura, no se podía hablar de ciertos temas. En las telenovelas casi no existían los triángulos amorosos; y si había alguno, era entre noviecitos. No se podía plantear una situación de infidelidad en el matrimonio. No se podía hablar de drogas. No se podía hablar de violaciones. Nada transcurría en una novela que tuviera que ver con asuntos como ésos. Y cuando empezamos a trabajar con Amo y señor en 1984, la apertura en la televisión ya estaba en marcha. Por entonces, Raúl Lecouna se atrevió a poner chicas en minifalda bailando arriba de una barra y con la cámara debajo. ¿Vos te pensás que en la época de los militares un galán iba a poder cachetear a una mina?

Pero André dice no haber recibido nunca un reclamo de ninguna agrupación feminista por fomentar la violencia de género. Aunque sí reconoce haberse cruzado con muchas mujeres que le pedían que las cacheteara (“En joda, pero me lo pedían”). Y si bien dice que en la Argentina es donde conoció a las mujeres más lanzadas, es fuera del país donde supo ser menos vergonzoso. “En otros países me atrevía a todo, hasta a cantar, cosa que acá no hubiera hecho nunca. En Venezuela, por ejemplo, llegué a grabar un disco. Bailé tap y canté ante dos mil personas en un teatro en Miami. Canté con mariachis en México. Y a veces, para divertir a mis amigos, les pongo los tapes y nos morirnos de risa viendo cómo bailaba. Pero acá es diferente. Decime si en la Argentina hay algún actor o actriz (y no me digas Natalia Oreiro, porque tampoco) que haya logrado pasar la barrera de su profesión y convertirse en cantante. ¡Ni uno! ¡No te lo perdonan! A lo sumo aceptan que hagas comedia musical, porque ahí sí se necesita que cantes y bailes. Pero, ¿dar un recital? ¿Grabar un disco? ‘Es poco serio’, piensan todos enseguida.”

KARMA DE GALAN

A esas formas menos serias de eludirle al galán (menos serias porque nunca soñó con convertirse en cantante) se les agregaron otras que le permitieron incursionar, en 1993, como actor de comedia en Gerente de familia. Admite que durante mucho tiempo sintió envidia al ver cómo otros actores hacían cine o eran convocados para programas de televisión en los que él no calificaba (El niño pez, de Lucía Puenzo, que puede verse en el Bafici por estos días, es la primera película que se estrena de los tres largometrajes en los que Arnaldo actuó en los últimos años).“Yo padecí muchísimo sentirme encasillado como galán, pero esa televisión fue muy generosa conmigo. Era una persona querida y todavía hoy sigo recogiendo los frutos de ese trabajo. Y la paga era muy buena. Pocos actores eran recompensados económicamente como yo. Y por eso digo que en la persistencia del galán el dinero fue un factor de peso. Pero no porque yo quisiera acumular fortuna, o para competir con otros colegas para ver quién ganaba más, sino porque tenía compromisos familiares asumidos desde chico. Y es hasta el día de hoy que sigue siendo importante saber que a mi familia no le falta nada. Fue así desde los once años, cuando murió mi padre. A esa edad empecé a trabajar como cartero en mi pueblo. A la mañana iba a la escuela y por la tarde era cartero. Aunque tampoco era que me pasaba el día entero trabajando: de las cartas que llegaban al pueblo, eran cinco o seis apenas las que repartía por día. En dos horas hacía el reparto y, como me sobraba tiempo, me quedaba cebándole tereré al jefe de correos. Ahora estoy escribiendo un guión cinematográfico sobre ese momento de mi vida. Luego fui asistente de mecánico, dependiente de almacén y, cuando nos mudamos a Asunción, hice un curso de radiofonía y a los 16 años ya era locutor de radio. Llegué a trabajar en tres radios a la vez y con parte de la plata que ganaba ayudaba a mi familia. Y tal vez fue ese rol de padre que asumí siendo tan chico lo que me permitió no sentir frustración de grande por no haber tenido hijos.”

UNA VEZ EN LA VIDA

Para André, el amor era el verdadero protagonista de aquellas telenovelas en que para hablar del estado de ánimo de un personaje se ensayaban metáforas y hasta se podía llegar a citar a algún poeta. Y así como antes la pareja protagónica jamás se besaba al principio y su beso era sumamente esperado, Arnaldo –quizás un poco chapado a la antigua– es de los que adhieren al fatalismo romántico que piensa que se ama una sola vez en la vida. “Yo no me he enamorado tantas veces como hubiera deseado. En realidad, soy de los que creen, de los que sienten, más bien, que uno tiene que enamorarse una sola vez en la vida. Y aunque te cueste creerlo, de todas las experiencias que tuve, en ningún caso me tocó a mí decidir los finales. Cuando mi papá murió, mi mamá tenía cuarenta años y usó luto los diez años siguientes. Nunca se volvió a casar, ni miró a otro hombre. Nosotros le hacíamos bromas, la cargábamos con algún conocido, le decíamos que tal o cual era un buen candidato, y a ella no le hacía ninguna gracia. Mi mamá murió siendo viuda de Pacuá. Y si bien no me parece un ejemplo a seguir, en el fondo la entiendo. Aunque con esto tampoco quiero sugerir que porque mi mamá fue así yo pienso que el amor sucede una sola vez en la vida. No. Pero lo que sí sé es que soy un hombre de compromiso. Y así como me comprometo en el amor, me comprometo en todo.” Y acto seguido agrega, agravando la voz y sesgando la mirada, de abajo hacia arriba, poniendo cara de malo: “Y ya no es necesario seguir hablando de esto”.

Pero seguimos. De una u otra forma seguimos hablando de eso. De lo que prefiere no hablar, más allá de que Arnaldo André lo asume como un tópico casi forzoso, parte de los gajes del oficio. De ahí que no lo tome por sorpresa la pregunta sobre si alguna vez le hizo caso al reclamo de la prensa del corazón de conocerle una novia. Dicho lo cual, contesta: “Muy al principio de mi carrera, cuando todavía tenía algunas ideas no del todo claras, de pronto me pedían hacer unas fotos con fulanita y yo me prestaba sin ningún problema. Incluso no tenía inconveniente en hacerle caso al fotógrafo cuando me pedía que la abrazara de tal o cual forma. Por eso no me sorprendía después, al cabo de una semana, cuando veía que en la nota publicada se me atribuía un romance con la tal fulanita. Se podría decir que yo me hacía el boludo. Pero al poco tiempo empecé a dejar de lado esas trivialidades. No me interesó más hacer ese tipo de notas y empecé a cultivar una imagen que es, hasta el día de hoy, la de un actor que sólo habla de su trabajo”.

Pero entre no querer contribuir a que una revista del corazón te invente un romance y decidir no hablar de tu vida privada, hay una diferencia...
–La otra vez alguien me preguntaba si tenía ganas de ir a ver a Liza Minnelli, y yo le decía que no, que no me interesaba, porque no tiene misterio la vida de esa mujer. Viene acá y va a lo de Susana, y todos sabemos quién es porque nunca tuvo empacho en que sus intimidades se ventilaran. En cambio, Madonna, con todo ese aparato que tiene a su alrededor y de quien se sabe tan poco, aunque creamos que sabemos mucho... bueno, ese misterio que la rodea es muy atrayente. Yo siempre pensé que alrededor de un actor debe existir eso. Yo jamás hago notas en mi casa. Odio esa cosa de andar diciendo: “Esta es mi cocina, este es mi baño, este es mi placard, este es mi living”. ¡Nada! Ni el frente de mi casa siquiera. En general, los periodistas han sido respetuosos con los temas que yo quería tocar en una charla. Y así como te dije que nunca dejaría que fotografiaran la piscina de mi casa, nunca permitiría que invadieran mi vida privada. Ni con quién vivo, ni con quién me acuesto, ni de cuántos miembros se compone mi familia, nada. Eso no debe interesar en absoluto. Y a esta altura tampoco tengo por qué decirte que no hablemos de este tema. La gente no sabe nada de mí y prefiero que no sepa nada. Es una fórmula que me ha dado resultado. El misterio, el misterio...

Patricio Lennard
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domingo, 22 de marzo de 2009

Raul Escari en la hoguera


La vanguardia del ’60 en el Instituto Di Tella, los 30 años bien vividos en París y la amistad cultivada con celebridades variopintas –Copi, Roland Barthes, Severo Sarduy, entre otros– alimentan el fuego de una autobiografía que arde en cada uno de sus libros y en cada conversación. Avanzando en el humo de su propia hoguera, Raúl Escari consigue que aparezca radiante la figura de “la loca”, que sigue viva burlando los malos pronósticos.

–¿No querés que te arme un joint?

No, gracias. No acostumbro fumar mientras trabajo.

–Es muy buena esta marihuana que me trajeron ayer. ¿En serio no querés? ¿Te armo uno para vos?

No, está bien, Raúl. Me dispersa el porro.

–Yo ya me fumé uno hace un rato, después de levantarme. Il n’y a pas des vacances pour l’herbe (“no hay vacaciones para la hierba”) me digo siempre, parafraseando la frase de Marguerite Duras, Il n’y a pas des vacances pour l’amour. Yo hace más de cuarenta años que fumo. Marihuana en Buenos Aires y haschís en Francia. Digamos que es parte del método: fumo y escribo al mismo tiempo. A Copi también le gustaba escribir fumado. Y a veces, de tan fumado que estaba, se le iba la mano. Como cuando en El baile de las locas los personajes cogen por el ombligo. Eso seguro que lo escribió fumado.

Copi, Duras, Enrique Vila-Matas, son algunos de los intelectuales que tuviste la suerte de frecuentar en Francia y cuyas anécdotas contás en tus dos libros, Dos relatos porteños y Actos en palabras, que publicaste en 2006 y 2007, respectivamente. Habiéndote codeado con tantos escritores, ¿por qué pensás que no te decidiste a escribir antes?

–No sé. Igualmente hablemos de publicar, porque escribir ya escribía. Yo estuve en la revista El Escarabajo de Oro, que dirigía Abelardo Castillo, adonde entramos al mismo tiempo Ricardo Piglia, Miguel Briante y yo, y de donde nos fuimos también juntos. Ahí publiqué mi primer cuento. Pero yo no soy un escritor profesional, ni mucho menos. Escribo cuando tengo ganas. Trabajé en otras cosas, hice otras cosas. Estuve en otro país más de treinta años. Trabajé en France Press como periodista. Antes de irme a París estuve en el Instituto Di Tella, hice dos happenings y uno de ellos se expuso hace poco en Nueva York. Me dediqué a vivir y a cultivar amistades interesantes, y eso se ve en lo que escribo. Ese culto a la amistad que marcó mi vida.

Sí. Y también llama la atención que tu ingreso a la literatura haya sido por el lado de la autobiografía...

–Todo es autobiografía. Y el libro que estoy haciendo ahora es autobiografía, y el otro va a ser autobiografía también. Ya siento que estoy instalado ahí. De hecho, acaba de salir un libro del crítico Alberto Giordano que se llama El giro autobiográfico de la literatura argentina actual, y el segundo capítulo está dedicado a mis libros. Así que... ¡hay una tendencia, hay una tendencia!

En tu caso, se trata de la autobiografía de una “loca”, palabra que preferís para describirte. Pero, ¿adónde han ido a parar las locas? ¿Qué ha sido de ellas?

–Cuando escribió la bibliográfica de El baile de las locas de Copi en 1977, Guy Hocquenghem consideraba que las locas eran obras de arte en vías de desaparición. Ya entonces él las veía como algo anticuado. Y ese peligro de extinción fue el mismo que después pareció correr la homosexualidad con la epidemia del sida. En aquel entonces se morían todos a la vez: se moría uno y, no bien terminaba de morirse, ya estabas al lado de otro que había sacado turno. Yo me lo pasé seis meses así, de hospital en hospital, viendo cómo se morían amigos míos. Copi, Guy Hocquenghem, Michel Creesole... ¡Se morían todos! Te puedo hacer un memorial, porque Francia era donde más se morían. Pero ese peligro de extinción después se comprobó que no era cierto, incluso en lo referido a las locas. Acá tenemos a la gran Marcova y todos lo sabemos. ¡Como para decir que las locas han desaparecido! Tenemos a la gran Marcova y con eso basta. Hasta donde sé, ella da unos cursos para “ser loca” y cobra alrededor de cincuenta dólares –como si fuera un psicoanalista lacaniano, que puede cobrar mucho dinero–, y te lo enseña divinamente. Pero las locas interesan cada vez menos, para qué engañarnos. Aunque tal vez eso se modifique si saliera a la luz algún caso de una loca que ha dejado de ser loca. Ese sería un caso que se podría exhibir en la Salpêtrière, un ejemplo extraordinario: una que fue loca toda su vida y a los 55 años se volvió heterosexual de golpe.

Al principio de Dos relatos porteños, vos das vuelta la famosa frase de Simone de Beauvoir (“No se nace mujer: se llega a serlo”) y decís que “no se llega a ser loca sino que se nace loca”. ¿De qué modo comprobás eso en tu caso?

–Sabiendo que me comporto como una loca desde que tengo uso de razón, lisa y llanamente. Ni siquiera la temprana muerte de mi padre influyó en ello: yo era loca desde antes. De chico tenía un álbum con fotos de actores y actrices y, después de que vi a los siete años La princesa que quería vivir, Audrey Hepburn se convirtió en mi objeto de adoración, al punto de que yo imitaba sus gestos. Me encantaba la manera que tenía de cerrarse el cuello de la robe de chambre con la mano derecha, mientras que con la izquierda se ajustaba la cintura, en la conferencia de prensa al final de la película. También recuerdo haberme excitado de chico leyendo Robinson Crusoe, el primer libro que leí de punta a punta. Particularmente en la escena en que Viernes hace su aparición y se planta frente a Robinson –que hasta ahí cree ser el único en la isla–, para luego arrodillarse en señal de sumisión, quedando su rostro, su boca –me imaginaba yo– a la altura de los genitales del otro. Pero yo no era de leer mucho en mi infancia, en realidad, y todos los libros de la colección Robin Hood que me regalaban para mi cumpleaños, casi todos historias de piratas, ni siquiera los abría porque estaban lejos de amoldarse a mi interés de niño gay que se sentía más atraído por el cine.

Y como buena loca, en tus libros hablás bastante de pijas también...

–Como todo gay, por supuesto. ¿Pero qué hay de raro en ello? Ser gay es formar parte de la cultura de la pija.

Pero de ahí a dar nombres y decir que, entre los intelectuales argentinos, el que tiene la pija más grande es Noé Jitrik (dato que decís haber chequeado preguntándoselo a Tununa Mercado, su mujer), hay alguna diferencia...

–Bueno, pero eso es una pavada, un chisme boludo. El otro día, Pablo Pérez me dijo que había leído una novela que se llama Puto, y que en todo el libro no había una sola mención a la pija. Y eso te da la pauta de que la pija es algo tan evidente, tan consustancial a lo gay, que en un libro así hasta se puede prescindir de mencionarla. Casi como a los camellos en el Corán, según la célebre acotación de Borges.

Vos te fuiste a París a fines de la década del ’60 y eso hizo que ser gay en tu juventud fuera para vos más fácil. ¿Cuánto hubo de autoexilio sexual en tu partida?

–La verdad, bastante. En el Instituto Di Tella, entre los hombres, había una amplia mayoría homosexual, pero casi todos tapados, a excepción de Alfredo Arias y Juan Stoppani. Los héteros de nuestro grupo equivalían al porcentaje, aunque de signo contrario, que Kinsey destinaba demográficamente a los homosexuales: el diez por ciento. Y a la hora de atacar al Di Tella los medios no hablaban del lado gay sino del lado frívolo o “divertido” (eufemismos, sin duda). No obstante, una beca que me gané para ir a París me permitió salirme de mi familia y dejar atrás el clima de homofobia y machismo que se respiraba y todavía se respira, aunque menos, en Buenos Aires.

Y de todos los gays eminentes que conociste en Francia, ¿con alguno pasó algo?

–¿Si me acosté con alguno, decís? Bueno, en una entrevista que me hizo María Moreno, que es una de las mujeres que más adoro en el mundo, le dije que con Copi, que fue mi gran amigo, tuvimos sexo una sola noche, algo que no se repitió después. Pero bastó que lo contara para que algunos ya me caratularan como “el amante de Copi”, nada menos cierto. En esa entrevista también le hablé de la vez en que Michel Creesole me preguntó si me acordaba de cuando nos habíamos fumado las cenizas de Copi. Una anécdota que después se hizo célebre, pero que no sé a ciencia cierta si fue realmente así porque ese día (un día después de que lo cremaran a Copi) nosotros estábamos en la casa de su madre y fue Michel el que le pidió permiso para armar una pipa de hasch. ¡Pero yo no vi que él abriera la urna donde estaban las cenizas y metiera un puñado en la pipa! Por lo que no sé si efectivamente nos fumamos las cenizas o si fue algo que él me quiso hacer creer.

¿Pero acaso importa que sea verdad esa anécdota?

–Importa si me rijo por el “criterio de verdad” que me impongo en la escritura autobiográfica, como digo en el prefacio de Dos relatos porteños. Aunque Gombrowicz era de la opinión de que la mistificación es recomendable para un escritor: “Enturbiar un poco las aguas a su alrededor para que no se sepa bien quién es”, decía. Y no es un mal consejo, si uno lo piensa un poco. No está mal mentir si eso hace más interesante una historia. Como tampoco estaría mal que te lleves de regalo este joint que estoy armando, total te lo podés fumar después tranquilito en tu casa.

Patricio Lennard
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domingo, 15 de marzo de 2009

Casa tomada


¿De qué se trata un año cuando el tiempo se estanca tantas veces en un minuto; un minuto en el que, por ejemplo, tres adorables criaturas lloran a la vez? Bueno, también puede ser que sólo una llore mientras el otro intenta quitar el protector del enchufe en silencio y la tercera, al mismo tiempo, sacude una lámpara de pie que por supuesto ya no está. “Hace un año –cuenta Andrea, una de las mamás de Jazmín, Abril y Santiago– teníamos muebles, ahora lo que queda está en venta por Internet.” Pensamiento práctico el de esta mujer de 40: de eso se trata el tiempo, ahora está, ahora no está. El tiempo es relativo, dice, pero igual se lo trata como si fuera un objeto inútil (o mejor, peligroso): no se busca el perdido, ni se ahorra el que faltará. Y es que no hay lugar para mucho más cuando se han tenido trillizos después de quince años de adorable pareja –“claro, si te la imaginás como un paisaje caribeño, pensá que cada tanto pasa un huracán”– y planes cumplidos minuciosamente: el auto, la casa, el trabajo independiente. Recién entonces los hijos, que tardaron apenas seis meses –el tiempo de gestación– en arrasar con todo.

Andrea y Silvina recurrieron a la fertilización asistida con donante anónimo, hicieron tres intentos, una mínima –de rutina en estos procedimientos– estimulación ovárica y voilá! Los tres “folis divinos” –y sí, la maternidad o su deseo somete a las mujeres a todo tipo de pavadas– que anunció sin rubor la ecógrafa augurando una inseminación exitosa se convirtieron en dos niñas y un niño que antes de hablar aprendieron a sobrevivir y enseñaron en silencio a sus madres que el deseo de vivir es voraz de caricias, presencia, constancia. No lo sabía Andrea el día que tuvo que abrir las historias clínicas de los tres en neonatología, todavía vestida con el ambo del quirófano donde Silvina se recuperaba después de la cesárea. Ella creía que tenía que ser fuerte. Había hablado sin parar mientras los tres emergían del vientre de su amor, tan chiquitos como una palma, sin saber siquiera respirar. Había contado chistes, se había tragado las lágrimas, había apretado la mano de su mujer como si así pudiera quitarle el miedo. Pero en la puerta de neo el personaje se deshizo en cuanto alguien más la abrazó: otra pareja pasaba por una situación similar y sin preguntas supieron lo que ella necesitaba. Todavía lagrimeaba cuando le dictó a la enfermera los nombres de sus hijos y explicó que eran dos madres y que el casillero del padre quedaría en blanco. “Mirá vos –dijo la mujer soltando la birome como si le hubieran pasado un mate–, justo estábamos el otro día hablando de eso y yo decía que a mí no me parecía bien... qué sé yo... ¿cómo van a hacer?” ¿Y a ella qué cuernos podía importarle? “La verdad que no tengo la menor idea, pero supongo que no va a haber ningún problema... salvo que nos quedemos discutiendo boludeces en lugar de abrir las historias clínicas.”

En el último año, además de perder muebles, Silvina y Andrea aprendieron a perder el miedo: sus hijos cruzaron la barrera del peligro que acecha a los prematuros. Y se deshicieron de las planillas: no más anotar cuánto comieron, cuánto bebieron, qué vitamina le toca a cada cuál; los tres caminan, crecen, comen con placer, saben cuál de las dos es mamu y cuál es mami y que la treta del débil –que ya no lo es tanto– es un espacio en el medio de la cama grande. Ellas, a su vez, entendieron en el cuerpo que parte de estar vivas es ser testigos de cómo se desbaratan los planes: “Tener trillizos fue como haber sacado pasaje en un crucero a Puerto Rico y a mitad de camino enterarnos de que vamos al Polo Norte. Hay que arreglarse para sobrevivir en el frío con la misma bikini que llevabas para la playa.” Pero las dos saben que el amor es una corriente sobre la que se puede flotar con los ojos cerrados –aun sin trabajo, con el auto vendido, la casa tomada– y a su ritmo se abandonan, usando de timón un optimismo parecido a la locura. Si este año pasó, pasarán también otros. Y tal vez ellas consigan tiempo para perderse cada una en el cuerpo de la otra. O para dormir. O para conseguir trabajo. Y por qué no tres vacantes en el jardín de infantes municipal. Y entonces sabrán de nuevo que, aunque hay minutos que el cansancio vuelve eternos, el tiempo es apenas un parpadeo y que ellas, chicas audaces, supieron atrapar la aventura en ese mínimo intervalo.

Marta Dillon
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miércoles, 11 de marzo de 2009

La justicia israelí otorgó a una pareja homosexual la adopción de un hijo


El tribunal familiar de Ramat Gan otorgó a una pareja de homosexuales el derecho de adopción de un joven de treinta años también homosexual y al que acogieron cuando tenía dieciséis, en un proceso legal sin precedentes.
La sentencia convierte a Iosi Even-Kama en hijo a todos los efectos del ex diputado de la Knéset, profesor Uzi Even y Amit Kama.
El procedimiento judicial se inició hace dos años debido a que la Universidad de Tel Aviv rechazó otorgar a la pareja Even-Kama los descuentos en los gastos de matrícula reservados para los hijos del personal docente de la facultad. Even es profesor de química de dicha institución.
Sin embargo, la historia sin remonta a 1995, cuando la pareja albergó en su casa a Iosi, que había sido rechazado por su familia debido a su condición de homosexual.
Uzi y Amit se casaron mediante el registro civil en 2004 en Canadá, y han actuado como padres de hecho de Iosi aunque hasta el asunto fue llevado a los tribunales en 2007 para legalizar la situación.
La adopción legal de Iosi fue facilitada por la renuncia de su padre biológico a sus derechos como progenitor. El mismo expresó su satisfacción con la resolución legal porque considera que "es lo mejor" para el joven.

www.aurora-israel.co.il

viernes, 6 de marzo de 2009

Buena leche


Iba a decir que Milk mostraba un despertar político meteórico como la salida de Athenea del interior de la cabeza de Zeus y no de un contexto ya sedimentado por las luchas feministas y gays iniciadas en los ’50 y ’60 –Gus Van Sant muestra mediante un efecto óptico de acelere cómo la pareja Milk/Smith aprieta frente a su local luego de la pelea con el licorero straight de enfrente y de pronto empieza a llegar todo el mundo–. Que en San Francisco, por tiempos del consejero Milk, ya había un amplio movimiento de gente que entiende, en bares para mostrar señales de código con el pañuelo de bolsillo, saunas en donde no importaba que se hubiera cortado el agua, baños de casas particulares en los que se tenía que adaptar las coreografías eróticas a la presencia de la bañadera o esquinas conocidas en donde fingirse Querelle de Brest con el pie apoyado en la pared, pose ideal para marcar los cuádriceps. Que la única lesbiana en cuestión hace prensa para Milk como en cualquier organización conservadora. Que por aquellos años no sólo existía la revista The Advocate y sus empresarios de aire libre con piscina aunque grandes difundidores de la causa, sino también Guy Sunshine en donde Gore Vidal se quejaba de que los varones jóvenes hubieran dejado el patio trasero en donde jugaba béisbol para sentarse horas ante la tele, lo que los había hecho “muy blandos, caídos de hombros, músculos flácidos, caderas anchas, voces agudas”. Y que antes que The Advocate estuvo The Ladder, editada por las lesbianas de Daughters of Bilitis y que empezó a salir en la década del ’50. Iba a preguntar: “¿Por qué en Milk el único a quien nadie quiere, es bastante hinchapelotas y se suicida, es latino? Pero luego pensé que escribir todo eso era pecar de “incertidumbre radical”, esa suerte de trotskismo parapolítico en nombre del cual se pone en cuestión un objeto valioso pero, como todos, determinado por sus condiciones, aún las que ha logrado burlar, mentando un hubiera que, como decía el viejo Sartre, es un verbo que no existe políticamente hablando.

Porque Milk es una gran película en situación (otra vez el viejo Sartre, pero ¿por qué no? ya que Los caminos de la libertad es una novela que termina, aunque pocos existencialistas lo recuerden, con que un gay adopta a un bebé). En este caso en situación significa conseguir el Oscar sin cambiar de piel y sin querer convertir a los ya convertidos –como suele suceder en los diálogos entre bellas conciencias–, sino alcanzando o intentando alcanzar sino el voto o la cabeza, al menos por ahora, el corazón de los adversarios. Si recién pedía un contexto, tendré que recordar que en Hollywood un héroe no tiene contexto: tiene enemigos. Y que no es verosímil: es valiente. Si en Los últimos días y Paranoid Park Van Sant había erotizado el cuerpo masculino con un estilo platónico que mostraba bellezas sublimes en semidesnudos edénicos en donde la carne parecía inconsciente de sí misma, en Milk aprovecha la legitimidad documental del unisex para tapar con ropa culos y otros bultos: era preciso pelearle a Hollywood la larga tradición hetero del beso y el mejilla a mejilla. Entonces insiste en el plano corto. Si la ausencia en escena del histórico chongo o su sorprendente angelización a través del personaje de Clive Jones puede ser cuestionada como un error histórico, Van Sant puede justificarla no sólo por un ellos eran así como lo hace, hacia al final de la película, con la aparición de los protagonistas verdaderos sino, a la manera de nuestro Néstor Perlongher, privilegiando en todas sus variantes a la loca por haber sido durante tantos años la figura preferida por la represión debido a su portación de visibilidad y estigmatizada aun dentro del mismo movimiento de liberación gay. Sin embargo, Gus Van Sant logra poner en juego matices suficientes como para que, en el grupo militante en torno a Harvey Milk, se perfilen ya las diversas formas de pensar y vivir lo gay, con acentos diferentes en lo jurídico, práctica erótica y forma de vida diferente, Apolo o Dionisios, traje con corbata o peluca. Milk repolitiza el outing quitándole el sentido actual de confesión pública espectacular para devolverle su función de acto individual decidido por estrategias colectivas de acuerdo a un proyecto político: en Milk darse a conocer se realiza tanto para exigir el reconocimiento de las diferencias como para mostrar que ya se está en todas partes en dirección a un poder que implica derechos para todos.

Si Milk parecía referirse a luchas del pasado liquidadas por un presente de difícil pero segura integración, la actual amenaza de anulación del matrimonio gay le da una indeseada vigencia. El Oscar a Sean Penn como mejor actor elige también al personaje, un líder político por sobre otro, el luchador individual, interpretado por Mickey Rourke y pegado a su propia vida: la rehabilitación (cambiar) es uno de los caminos para retornar a Dios y a la sociedad más caros al puritanismo. Y Anita Bryant le habría regalado una de sus naranjas fundamentalistas de líder amparada por una empresa juguera a Mickey Rourke o a su personaje, y llorado ante la biografía popular de uno y de otro, pero nunca a Sean Penn que, encima, es de izquierda, como no lo hizo a Harvey Milk.

Es cierto que muchos gays han declarado de mil maneras su amor a la tradición del melodrama y que el reconocimiento de las diferencias se reclama poniendo en escena casos irrefutables de inequidad pero que tanto en Milk como en Secreto en la montaña, pasando por Filadelfia, por lo menos un gay termine muerto, hace desear un cambio de ficción. Tal vez algún Oscar futuro sea para una película en donde el gay protagonista venza y viva sin pasarse a la comedia.

MarIa Moreno
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domingo, 1 de marzo de 2009

Niños trans


¿Qué haría usted si su hijo varón dice que quiere ser mujer? Hasta hace poco, frente a una situación así, la mayoría de los padres buscaba ayuda psicológica para intentar revertir algo que, a sus ojos, andaba mal. Pero ahora, en países como Estados Unidos, Canadá y Noruega, eso está cambiando: apoyados por médicos y psicólogos, muchos padres de "niños transgenéricos" dicen que no hay nada malo en que varones de cuatro años vayan al colegio vestidos con falditas rosadas y nenas de la misma edad, con el pelo corto y gorras de béisbol.
El caso de pequeñines que nacen con un sexo, pero desde chicos se sienten de otro, no es tan raro como parece. Si uno le pregunta a cualquier maestra jardinera seguro recordará algún alumno que llegaba al colegio con mochila de Barbie y que, al dibujar a su familia, se retrataba vestido de mujer.
"Dios te hizo hombre por alguna razón", le dijo una madre a su hijo después de verlo disfrazarse reiteradamente con tacos, collares, cartera y una toalla en la cabeza. "Dios se equivocó", contestó el niño. Tenía seis años recién cumplidos. Esto lo contó la madre en mayo de 2008 en Filadelfia, EE.UU., durante la Trans-Health Conference , un encuentro de padres de niños trans y psicólogos especialistas en la materia.
Algunos médicos en Estados Unidos han empezado a tratar a chicos así con drogas que bloquean la pubertad. La idea es dejar que, al aproximarse la adolescencia, a las niñas no se les desarrollen los pechos y que a los varones no les cambie la voz ni les salgan pelos enrulados en el cuerpo. Después, cuando sean adultos, podrán hacerse más fácilmente una operación de cambio de sexo.
Más allá del rechazo que pueda causar la idea, tal vez la pregunta fundamental tenga que ver con quiénes somos y cuál es el origen de nuestra orientación sexual. ¿Somos nuestras vivencias, somos nuestros cerebros, somos nuestros afectos? ¿Es cierto, como argumentaban las feministas, que el género es una construcción social? ¿Qué ingrediente pesa más en la formación de la identidad?
Cabe preguntarnos si el horror inicial que sentimos cuando nos enteramos de esto no se basa en un prejuicio. Basta buscar transgender children en Internet para encontrar cientos de entradas que narran el rechazo que muchos de estos niños sufrieron desde chicos por parte de su familia. La mayoría llega a la adultez odiando sus cuerpos y con largas historias de depresión.
Una de las madres que asistió al encuentro en Filadelfia afirmó que la tristeza de su hijo se había curado "al dejarlo usar una faldita". ¿Será así?, ¿tan fácil? ¿Cómo estar seguros de que un niño varón es mujer y no, simplemente, gay? ¿Qué grado de seguridad hay que tener para tomar una decisión que puede alterar tan radicalmente la vida de un hijo?
Para los padres de niños trans , el gran problema es que tienen que tomar decisiones trascendentes por sus hijos cuando ellos todavía son muy pequeños para hacerlo. Todo lo que decidan podrá cambiar su vida para siempre. ¿Cómo estar seguros de que dejarlos ser felices ahora garantizará su felicidad futura? Y al revés: ¿cómo estar seguros de que el camino que conduce a mayor salud mental y alegría es evitar cada día, cada hora, que los niños se vistan y actúen como quieren?
Tal vez en esto, como en tantos otros temas que rozan la intimidad de nuestros semejantes, sólo las personas afectadas, sus familias y algunos expertos tengan verdadero derecho a opinar. Los demás, aquellos que nunca hemos experimentado algo similar, lo mejor que podemos hacer es mantener un silencio respetuoso ante aquello que, por desconocido, escapa de nuestra comprensión.

Mori Ponsowy
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Matrimonio, ese deseo prohibido


Se puede echar una mirada a esta imagen y cerrar los ojos. Hacer silencio para que se apague el bullicio que impone el mármol negro, el juego de espejos, la cuenta innecesaria sobre si hay dos o tres lavabos en ese baño: las marcas de la burguesía. ¿Qué quedaría entonces en la memoria? Seguramente, la niña. La niña dos veces en la foto; la niña, su abrigo peludo, su mirada oblicua, sus ojos enamorados de ese hombre que, se sabrá después —cuando un epígrafe aporte más datos para encuadrar la imaginación—, es uno de sus padres. El otro padre tal vez ya haya pasado por el baño; es el día de la boda de los dos hombres y por eso la niña luce engalanada. Esa podría ser la razón, también, de la mirada curiosa: ella tiene edad para saber que es un privilegio asistir a la boda de los padres; la mayoría de las bodas suceden cuando los niños o las niñas aún no han nacido. Es un evento extraordinario, entonces, como podría ser cualquier fiesta, salvo que las de este tipo, así llamadas bodas, matrimonios, casamientos, suceden en pocos lugares del mundo. Casi se los podría contar con los dedos de la mano. Pero la demanda para que existan da la vuelta al mundo, al mundo occidental, al menos. Casarse sigue siendo un sueño para quienes lo tienen prohibido por la ley y por eso la emoción en la voz del joven guionista de Milk —Dustin Lance Black— cuando enunció en público ese deseo de adolescente, “enamorarse y casarse”, casi una pancarta política en el estrado de la ceremonia de los premios Oscar, en el estado que acaba de quitar el derecho al matrimonio a las parejas del mismo sexo.

La niña de la foto se llama Stassa. Su imagen —tomada por Mattia Insollera—, pero seguramente también su historia, acaba de ser premiada con el World Press Photo, un galardón al que cualquier reportero o reportera gráfica que se precie aspira a lo largo de su carrera. Sus ojos curiosos, la pizca de orgullo que se puede adivinar en ellos cuando la mirada se enreda con lo que ya se sabe de ella, forman parte de la galería de la memoria de esta época, en la que todavía el matrimonio puede ser un evento extraordinario, aunque sólo merced a la restricción a la que está sometida buena parte del mundo.

Sin autor
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